lunes, 13 de junio de 2011

Con un desnudo en la garganta: de bicis desnudas y villanos en la calle.

Ciclista bueno vs. Automovilista malo: la pelea del siglo XXI. Y así vamos por la vida creyendo que por el simple hecho de andar sin carrocería somos pura inocencia. O desnudos, como muchos de los que fuimos el sábado a la sexta rodada al desnudo en la Ciudad de México se sienten.

La premisa de la marcha es provocación pura: si no me ves rodando con ropa, si me desvisto entonces sí que me pones atención. Y el antagonista de esta historia no es otro que el que anda en coche.

Pero ni el ciclista es pura bondad sólo por subirse a su bicicleta ni el villano de las calles es siempre el automovilista. Haga el favor de no tomar partido antes de tiempo y termine de leer:

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Abajo la ropa, arriba la bici

¿Cuán desnudo tiene que estar un cuerpo para ser visto? ¿El que se viste con sólo ropa interior o el que porta sólo una máscara y unos calcetines? ¿El que se recubre de pintura o el que sólo usa un par de sandalias? ¿Porqué acudir al voluptuoso recurso de la desnudez para hacerse visibles?

Y entonces ahí tienen a cientos de personas vestidos de sí mismos o ataviados con sólo unos pocos centímetros de tela. Algunos de ellos lo dijeron casi entre lágrimas: en la calle se sienten desnudos, vulnerables… ¿es que al ciclista le hace falta carrocería o una armadura para sentirse seguro?

No lo creo. La bicicleta es el símbolo de movilidad y libertad por excelencia, porque es el mismo hombre quien le da vida a la bicicleta y viceversa, porque al andar en ella se siente el viento en la cara, el sol en los ojos y el cielo sobre la cabeza. ¿Qué lleva entonces al ciclista a sentirse desprotegido?

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Era obvio que una multitud de gentes sin ropa iba a atraer la atención del voyerista curioso. Alrededor de los participantes abundaban los séquitos de mirones con celular en mano tomando fotos al por mayor. ¿Por qué se encueraron? Quién sabe… pero fue un buen momento para deleitar la pupila.

Mirones

Pasadas las once de la mañana el contingente ya estaba listo para salir. Y como reyes en canción de José Alfredo, se enfilaron a rodar y rodar…

Daniel y Rox no tenían bicicleta, pero se montaron en una Ecobici (bicicleta pública) como Dios los trajo al mundo y se sumaron a la marcha justo cuando ésta emprendía su camino por Paseo de la Reforma. Un amigo suyo les previno del evento y decidieron sumarse a sus filas aún sin bicicleta propia. Pero su peculiaridad no era la bicicleta prestada ni la desnudez absoluta de sus cuerpos: eran dos personas en una bicicleta. Ya en el camino Rox confesó que no sabe andar en bicicleta, pero le pareció un buen motivo para desnudarse, mientras su pareja se empeñaba en mantener el equilibrio. Ellos no llegaron al final de la rodada.



Ya en el camino, más ciclistas se fueron agregando al contingente. Algunos posaban para las lentes de la prensa y para los curiosos que flanqueaban el camino, otros más tímidos se cubrían el rostro y se perdían entre la multitud.

“Mete la panza y saca la bici” “abajo la ropa y arriba la bicicleta” eran algunas de las consignas que se dejaban oír mientras los asistentes pedaleaban su desnudez primero por Paseo de la Reforma, luego por 5 de Mayo hasta el Zócalo, donde los ciclistas rodearon varias veces la Plaza de la Constitución.


Las piedras rodando se encuentran

También hubo ciclistas en la marcha que infringieron las normas: se subieron a la banqueta, se pasaron varios altos. Una de las críticas más socorridas es que el ciclista es quien más viola el reglamento de tránsito porque circulan en sentido contrario y ni siquiera tienen el pudor de circular con casco.

Los ciclistas aseguran por su parte, que el automovilista es siempre el malo de la historia, porque avientan el coche y no tienen respeto mínimo por el que desprotegido anda en su bicicleta.

Pero no nos hagamos mensos: ni el ciclista es bueno por ser ciclista ni el automovilista es malo per se. Se suele caer en la triste dicotomía del héroe-villano en un cuento donde la calle es el escenario y los jueces quienes transitan por ella.

Yo ando en automóvil y en bicicleta también. Otras muchas veces también me muevo en transporte público y a pié. No satanizo el uso del automóvil porque para quienes no tenemos condición de deportista, recorrer distancias largas suele ser un martirio. O porque el clima no suele ser amable con quien se transporta sin un techo sobre la cabeza. O porque se me hizo tarde y agarro un taxi.

Por lo que sea: el que se transporta es libre de escoger el modo en que lo hace.  Pero es también un hecho que la bicicleta es sustentable, es limpia y contamina mucho menos que cualquier vehículo motorizado.

Pero aquí hay también automovilistas buenos que ceden el paso y ciclistas que no respetan el sentido de la circulación, peatones que no se fijan cuando cruzan una calle y motociclistas que rebasan por la derecha.

En la calle no hay nadie bueno: todos son irresponsables en potencia y tiene uno que andar con los sentidos bien puestos en el exterior.

Yo fui a la marcha porque estoy a favor del respeto y la coexistencia en la vía pública. El que quiera andar en auto, que lo haga de modo responsable. El que quiera andar en bici porque sabe lo que eso significa, que proceda con precaución. Lo que está en juego es nuestra supervivencia en una ciudad por demás sobrepoblada, atestada de autos y contaminada hasta el hartazgo.

Corremos el riesgo que al defender lo que nosotros creemos correcto, desacreditemos gratuitamente al que no comulga con nuestro modo de ver las cosas: “o estás conmigo o en mi contra”. Usted: peatón, ciclista, motociclista o automovilista tiene que pensar que la calle no se hizo exclusivamente para una sola especie. Todos somos humanos y todos nos movemos. Todos somos humanos y todos cometemos errores. Todos somos humanos y tenemos derechos, pero también obligaciones. Y no hay nada que nos dé más libertad que el respeto.




Aquí otras dos opiniones:

Ciclistas Militantes

Réplica a Ciclistas Militantes

martes, 10 de mayo de 2011

Canto al corazón

Mi mano entonces tuvo la fuerza que nunca tuvo: abrió la piel, atravesó costillas y lo sacó de su lugar. Las costillas tenían la fortaleza de quien nunca se deja penetrar más allá del calcio. Lo que quedó expuesto fue una masa demasiado grande para merecer el mote de lo que pretendía nombrar: mi corazón.

- Mi dibujo no estaba tan errado, entonces… el corazón es así.
- Es casi igual… pero mira: el tuyo tiene un hoyo aquí… y de este lado está marchito… como seco.

Lo contemplamos entonces… era tan desproporcionado que tenía que sostenerlo con ambas manos. Sangraba poco, pero sus dimensiones aún nos tuvieron boquiabiertos lo suficiente como para que en la realidad pasaran dos horas.

- Ya no lo puedo regresar a mi pecho.
-No te preocupes, te crecerá otro.
- ¿En serio?
-Sí… déjalo afuera, el corazón crece rápido.

domingo, 8 de mayo de 2011

El patíbulo del goloso

Cuando el cinismo se extrapola a límites donde la vergüenza ya no figura ni siquiera como ornamento, uno redacta textos como éstos. Estimados lectores, tras una etapa de silenciosa ausencia en este blog vengo a contarles cómo me sacaron una muela.

Y no, no vengo a ofrecerles el relato de quien con naturalidad se deja extraer el poco juicio que le queda en forma de muelas –nunca he entendido cómo es que hay quien a la menor provocación va con infame alegría a dejarse sacar las muelas y todavía pagar por ello-. Lo mío es una vulgar caries de confitería cocinada a fuego lento en el horno de mi golosa bocota.

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El que es buen pez, por su boca muere. Pero yo ni siquiera sé nadar y siempre ando mordiendo el anzuelo. Ya desde que visité al primer verdug-ódontologo cuando iba a la primaria, sabía que cualquier consultorio dental que visitara sería a final de cuentas, mi cadalso recurrente. En ese temprano entonces había ido nada más a una revisión de la caída de mis dientes de leche y a corroborar la saludable salida de los permanentes.

Pero ya saben que ésta, su inconstancia con patas, no se volvió a parar por un consultorio dental si no era con dolor de por medio. La historia siempre fue la misma: ir a calmar el dolor a sabiendas del espeluznante y agudo sonido de la fresa y salir de ahí con la boca apestando a curación y una cita para continuar el tratamiento… y dejarla pasar por otras cosas más apremiantes.

Los años pasaron rápido, como suelen pasar en las historias de los ingenuos y yo seguí siendo la misma golosa que sucumbía por unos bombones con chocolate, que era sobornada por sus compañeros con la selección más fina de la dulcería y su pasatiempo favorito es y será la hora de los postres, caramelos y otras delicias azucaradas. De chicles ni hablemos, pues dejé de frecuentarlos en la secundaria porque gracias a su pegajosa consistencia me hice de mis primeras amalgamas.

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Nadie se muere de un dolor de muelas, pero quien lo padece se quiere morir. Empieza uno con ínfimos piquetitos al interior de la boca que empeoran a tal velocidad que en un par de horas soportar la cabeza encima de los hombros es una hazaña. Entonces un analgésico empieza a ser menester para el goloso adolorido, que acude a la farmacia o al cajón de las medicinas y apura la primera pastilla que se le ponga enfrente. Luego va al espejo a evaluar la magnitud del desastre y es entonces y no antes cuando se advierte la dimensión de la trastada: la pequeñísima caries que ayer apenas nos causaba molestia, hoy ya es una monstruosidad que pretende sacarnos otro agujero e inaugurarnos una boca nueva.

El condenado (en este caso, quien aquí suscribe) no tiene más remedio que hacer cita con el dentista cuando los paliativos fracasan. En mi caso, ya no regresé con el viejo conocido, sino que fui con el odontólogo de mi mamá, que tan buenos resultados le ha dado.

Llegar a la primera cita es saberse de antemano condenado a muerte. Primero, porque el alma se trae en la boca y uno quisiera escupirla en el primer lavabo disponible y luego, porque el doctor dictaminará con ojos de piedad y hasta con cierto tono de burla dirá: ya no hay nada que hacer por esa muela, la infección es inconmensurable; hay que extraer.

La sentencia resuena atroz por todo el consultorio. Y uno todavía quiere pelear, quiere salvar la pieza y sugiere una endodoncia. Con toda la sabiduría de su paciencia, el dentista explica por qué no es posible cualquier bienintencionado procedimiento para redimirse de la caries sin perder más que dinero y procede a prescribir antibióticos por siete días para bajar la infección y garabatea la fecha y hora de la muerte en la agenda.



Como todo buen condenado, tuve mi última cena. Una gringa con mucho queso y una generosa cantidad de tacos al pastor. Me habría gustado deleitarme con una cerveza, pero ya se sabe que los antibióticos y el alcohol llevan mucho tiempo peleados y no se sientan a la misma mesa.

Tienen ustedes que saber que fue una infamia que el doctor me haya citado a las nueve de la madrugada en su consultorio para una proeza de magnitudes mortales. Claro está, llegué tarde acompañada de mi mamá, que ya es muy cuate del doctor José a secas. Yo estaba lívida, con la presión baja y apenas mostraba señales de vida. Mi mamá y el doctor intercambiaron estampitas y le dijo que me había tomado el medicamento al-pié-de-la-letra y ella podía certificarlo –sepa usted que cada que me tocaba medicamento me llamaba por teléfono y me amenazaba con cosas terribles de no hacerlo-.

Habiendo hecho las primeras consideraciones, empezó el martirio. De entrada pareciera que todo va a estar bien y el médico esparce anestesia por la zona afectada con un algodón para dar paso a la dolorosa estocada de la lidocaína inyectada y esperar “unos minutitos” a que el medicamento te idiotice… digo, te haga efecto. En ese preludio al dolor anestesiado, mi mamá y el doctor estaban de lo más campechano hablando de declaraciones de impuestos, de la firma electrónica y otros horrores fiscales.

A mí me sudaban las manos, sentía las piernas trémulas como nunca y sólo podía pensar quién podría redactar el epitafio de mi tumba, quién se encargaría de las exequias posteriores y si habría suficientes nardos en mi funeral para disimular el olor a dentista que desprendería mi cuerpo.

Los minutitos pasaron en un pestañeo. Cuando abrí los ojos el doctor ya tenía un enorme desarmador sobre mi rostro y me previno que escucharía cosas crujir en mi bóveda craneal. Y empezó… y dolió. Alcanzó su enorme jeringa y suministró una nueva dosis de antestésico que dejó la mitad mi boca sumida en un trance entre el limbo y la inconsciencia. Esperamos “otros minutitos más” y luego vino lo más fuerte. Crack, crack, crack… y en menos de un minuto la muela ya estaba en la charola de utensilios, sangrienta y horrenda, fuera ya de mi boca.

El mismo doctor se sorprendió de que haya salido tan fácilmente y me mostró ese monstruo informe y con media cabeza en una gasa. Sentí que había dado a luz a un pequeño Frankie y pedí que lo apartaran de mi vista de inmediato.
Debo reconocer el magnífico trabajo del doctor José Ramos Rebollo: me hizo la extracción más rápida y más indolora de la que tenga cuenta. Aunque eso sí, como todo buen doctor me prohibió el café y cualquier tipo de irritante (que son mis preferidos), me recetó más antibióticos y desinflamantes y lo peor: me prohibió andar en bicicleta hasta el lunes.

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En la vida del goloso, el momento preferido del día es la hora de los postres. Es esa misma situación la que, a la postre lo llevará sin escalas al infernal patíbulo de las extracciones, endodoncias y otros procedimientos odontológicos sacados de un cuento de terror que ni el mismo Quiroga pudo imaginar.

Ahora sólo queda ver cuántas piezas más hay que tratar de caries. Estén pen-dientes.



Como
Dijo
Don Wolfango:
Tengo
Dolor
De muelas
En
El
Corazón.