Esa infame… la malquerida
Turbo de Miguel donde aprendí a andar en bici hace ya año y medio me volvió a tumbar en el suelo. Entre ella y yo hay ciertas rencillas irreconciliables que no alcanzo del todo a comprender, puesto que fue en sus pedales donde saboreé la dulzura de la velocidad y por ella soy la ciclista empecinada que soy ahora. Pero también fue ella quien hace un año me tumbó en el Ajusco al más puro estilo presidencial (si quiere usted hacer un poco de memoria pulse
aquí y
aquí).
La Bici Turbo de Miguel: ¿antipatía?
Todo empezó con mi terquedad más necia de querer pedalear un rato. Hoy no tuve compañía, por lo que me fui andando sola hasta Río Churubusco, donde el Ciclotón me esperaba sin coches de por medio. Me puse mis audífonos y pese a las constantes cuestas que tuve que subir, no paré una sola vez; aunque admito que estuve a medio pelo de expulsar los pulmones por la boca. (Permítanme hacer una pausa para encender mi cigarrillo).
La música escogida al azar por mi IPod estaba de lo más deliciosa y acompasaba los claroscuros variopintos de un día de otoño indefinido que amenazaba con dejarse llover.
Ya en el camino, cierto señor montado en una bici de montaña estuvo a punto de chocar conmigo al cruzárseme de manera impertinente… no pasó de una mueca avergonzada de su parte y el correspondiente torzón de labios darinkiano.
Aquí mi cara de felicidad en Churubusco (y el vecino colado)
Cuando finalmente llegué a Patriotismo, mi boca era poco menos que el Sahara y mis labios eran los pedregales más secos de Arabia. Paré un segundo en el Oxxo para hidratarme y seguí mi camino.
***
El infortunado pronóstico de mi caída estuvo en la música que ignoré conscientemente, porque no hacía juego con el resto de las melodías que había escuchado. Préstele atención al título y dígame si no fue plan con maña de la perversa bicicleta:
Lo que sucedió no pudo haber sido más pueril: el cable de mis audífonos se enredó con uno de mis guantes, al mismo tiempo que caí en una pequeña zanja. El resultado: Darinka cayendo estrepitosamente sobre su lado izquierdo, primero la pierna contra el suelo, ingle chocando con la bici y finalmente pómulo restregándose en el asfalto. ¡Zaz! El IPod se deslizó unos metros adelante, el gatorade lo mismo, unas cosas se salieron de mi bolsillo y la bici quedó con las ruedas viendo al cielo.
Si usted cree que no grité, está equivocado. Lancé un profundo gemido, más que de dolor, de enojo. Al instante pensé “ah, pero qué pendeja soy”.
El primer ciclista que se detuvo resultó ser un truhán de segunda que, al ver mis cosas desperdigadas por la avenida se acercó fingiendo ayuda y con los dedos listos para robar… por eso mismo me levanté en un santiamén y recogí lo que había caído en el descenso: mi IPod, un encendedor y un labial. El pobre ladronzuelo tuvo que conformarse con hurtar mi Gatorade. Acto seguido, un grupo de ciclistas que suelen asistir con regularidad a los paseos dominicales me ofrecieron su ayuda, ésta sí genuina y altruista.
Fue hasta ese momento cuando caí (oh ironía) en cuenta de la magnitud del golpazo, pues aquéllos amables señores se acercaron a preguntarme de forma desinteresada si acaso estaba bien (aunque era obvio que no). Recogieron mi bici y me ayudaron a llegar a la orilla de la avenida. La señora con ojos de almendra y mirada maternal me untó pomada desinflamante en mi pómulo ardiente y me aconsejó irme caminando un rato hasta que se me pasara el susto.
Como ya dije antes, los ángeles andan en bicicleta. En esta ocasión, ellos fueron mis salvadores, si no alados, sí afortunados. Me despidieron los dichosos, con una bendición en los labios y deseándome suerte. Sé que los volveré a ver montados en sus bicis, y en ese momento les expresaré mi infinita gratitud por el cuidado que me tuvieron al verme postrada en el suelo y con la cara inflamada. Gracias, mil gracias.
Era la una con diez minutos cuando me desplomé. En lo que medio me recuperaba me dio la una y media. Supe que ya no podría terminar el circuito, menos por el dolor subiéndome por los muslos y las punzadas intermitentes de mi mejilla. Así que decidí llegar sólo hasta el metro Patriotismo, el mismo que no he vuelto a pisar desde la época aciaga de Nefastófeles (…) Observe usted el trancazo en fresco:
¡No! ¡En la cara no!
Mientras pedaleaba de regreso, la gente volteaba extrañada al escuchar mis gemidos de dolor. Cada pedaleo se me hizo un suplicio, por lo que ignoré las caras de incredulidad molesta de las personas alrededor y me fui lamentando sonoramente.
Seguro usted debe estarse preguntando qué le pasó a la condenada Turbo de Miguel: Nada. Apenas un leve raspón en el asiento y su orgulloso temple de aluminio amarillo y plata sigue intacto. La otra vez sí que salió dañada, pero esta ocasión hasta parece que caí de tal modo que a la bici no le ocurriera nada.
Si usted cree que ahí termina mi tragedia bicicletera, cae usted en un segundo error. Mientras gimoteaba lentamente para llegar al metro, el cielo comenzó a escupirme. Llovió pausado y tupido, de modo que cuando pude al fin guarecerme, ya estaba poco menos que empapada.
Ya en casa, con los sentidos turbados por los medicamentos y los nervios espeluznados por la hazaña, me siento aquí a contarles que mi pierna no tiene un moretón que legitime el dolor que me tiene postrada en esta silla y dopada al punto de la inconsciencia. Pero créanme: caerse de una bici, duele y mucho.
***
Ya fui a hacer las paces con la bici de Miguel. Acordamos que las anécdotas se quedarán sólo en el camino y que evitaremos malentendidos ulteriores si ceso mis intentos de montarla. Vaya pues, es una bici bondadosa y hasta amable, pero no está hecha para la ingenuidad de esta ciclista, necia como ninguna y distraída como ella sola.
Recordamos que el suelo no pierde dureza por más que andemos en él y que las caídas son el signo inequívoco de que el tránsito por nuestra vida es un largo paseo en bicicleta: con caídas y tropiezos; cuestas interminables y bajadas veloces que de tan bellas nos da vértigo.
Es la vida mi mejor paseo en bicicleta, y yo a mis veintidós, sigo aprendiendo. Con todo y las partidas de madre que me llevo en el camino.
***
Mejor me entretengo un rato viendo verdaderas caídas, y no pequeñeces de ciclista dramática como la mía.