miércoles, 19 de noviembre de 2008

De las múltiples formas de querer contar una historia


Y el periodista tuvo ante sí la noticia y quiso contarla. Y tuvo en sus manos la posibilidad de narrarla de distintas maneras. Con el suceso en su poder, el informante puso sobre la mesa los diferentes géneros periodísticos de los que habría de valerse para dar parte de la realidad.

Con sumo cuidado, pero con la premura inherente a los episodios, el periodista adoptó el nombre de reportero y contempló la posibilidad de hacer que sus palabras se transformasen en una nota informativa, siendo sus principales aliados la objetividad, la brevedad y la sencillez; pero la encontró demasiado escueta, pobre en detalles y carente de elementos literarios.

Reparó también en la alternativa de crear una crónica, y sus herramientas fueron la descripción meticulosa y la narración detallada con gesto cronológico; pero encontró en la crónica la futilidad de la temporalidad y la distancia de quien sólo cuenta lo que sus ojos vieron sin querer ir más allá. En ese afán de trascendencia en los hechos, quiso hacer preguntas y se volvió entrevistador, pero encontró que la entrevista centraba su razón de ser en el personaje cuestionado, dejando de lado los sucesos.

Finalmente, como reportero que quiso ser, encontró el reportaje y pudo conjugar la nota, la crónica y la entrevista revestidas de investigación detallada y pormenorizada, con la cualidad de la trascendencia en el tiempo y el espacio. El periodista encontró por fin su vocación de reportero en el reportaje, pero advirtió a final de cuentas que el reportaje no le permitiría plasmar su sentir, su visión y sus opiniones todas. El periodista optó por dejar de ser reportero.

Sin dejarse vencer luego de este primer concienzudo análisis de los géneros periodísticos, el periodista que quería imprimirle criterio a sus historias inquirió en su argumentación y en la responsabilidad que conlleva el plasmar sus consideraciones para el público.

Adoptó el nombre de articulista y se valió de su persuasión y su retórica para poder contar su historia en artículos; pero se enfrentó a la dificultad de la intermitencia en la regularidad de sus palabras. Tomó el nombre de reseñista, pero su panorama se acortó a los sucesos culturales. Valiéndose de los elementos lúdicos del lenguaje visual, se pensó cartonista y dibujó su realidad con los elementos inquisidores de la mordacidad y la brevedad; pero lo encontró sumamente juicioso y temporal.

Sin perder la paciencia y a sabiendas de que su intención era la de emitir juicios y valorar la realidad, el periodista se puso la camiseta de la editorial y marcó la línea de un medio, pero ante el carácter de anónimo e inmutable de la editorial terminó por desistir.

Por último, se colgó al cuello la etiqueta de columnista y encontró en la columna un lugar fijo para plasmar su opinión; la actualidad fue el pan de mesa y la periodicidad de sus argumentos se volvieron cotidianidad en sus palabras.

Cuando el periodista despertó, se dio cuenta que sus noticias habían pasado por cada uno de los géneros periodísticos y se supo a sí mismo pleno por haber desarrollado la locuacidad en una multiplicidad de formas de contar la historia de una realidad colectiva. Cuando el periodista despertó, supe que era yo.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Clases de economía

Los necios irreflexivos de la realidad siguen hablando de crisis en el mundo, se empecinan en crear rumores de un trance global que habrá de acercarnos peligrosamente al caos. Ante estos panoramas, amor mío, sigo pensando que a los insensatos como yo, esas noticias nos pasan de largo porque la depresión que viene, más que económica, es amorosa.

En el mercado especulativo del amor, el gasto corriente de los besos ha visto menguada su circulación cotidiana; los sueños dejaron de cotizar en la bolsa y la tasa de interés de tu tiempo se disparó a las nubes. He pensado seriamente en ir al banco de los sentimentalismos y pedir un préstamo a tasa fija de mañanas dedicadas a mí, pero desperté con la noticia de que la tasa de cambio de la ilusión perdió valor hasta volverse irrisoria y que por casi tres meses de delicias y sustanciosos sueños, en ventanilla apenas habrían de devolverme una llamada impregnada de sonrisas y un cúmulo de mensajes de postergación.

Subasté una parte de mis anhelos y quimeras en el mercado cambiario de tu raciocinio como medida precautoria ante la inminente recesión de tiempo. El índice de cotización de mi melancolía alcanzó un inimaginable número de unidades en la jornada de una mañana en tu recuerdo y las reservas de mi paciencia se agotan ante la demanda constante de impaciencia por verte.

La moneda con la que solía pagar la factura de esta historia eran mis palabras revestidas de ternura, aunque la denominación de mis letras ha perdido terreno en el mercado de la devastadora realidad. Venció el plazo para los activos de la poesía y olvidé presentar mi declaración anual de madrugadas malgastadas en dormir sin soñarte. No tuve ni un centavo de olvido con la cual pagar la factura de esta historia porque mis inversiones las hice con recuerdos a largo plazo y creo que aunque la debacle amorosa se agudice, no se ha vencido el plazo de inversión en el mercado de operaciones de tu insensatez.

Es así como hago una maestría en finanzas del alma y economía romántica, porque me baso en la premisa de que uno más uno sigue siendo uno aunque te piense a la distancia y el trecho que nos separa sea más profundo que el mar y más largo que la noche.

Prefiero pensar que la crisis termina en la intranquilidad de tu boca y en la tormenta de tus besos, que la carencia de sueños si dejo que mi amor ande tras tus pasos aunque no los puedas ver.

Porque supe que esa estela de luz en tus ojos fue amor y lo que salió de tus labios fueron besos cargados de alegría y a final de cuentas tengo la certeza de que este cuento no quiere dejar de contarse y estas letras no quieren dejar de escribirse.

Y es que no hay inversión más segura que apostarle a la ilusión venidera en el mercado de nuestro amor, aunque la incertidumbre sea la tendencia a la especulación.


miércoles, 5 de noviembre de 2008

La muerte me cayó del cielo. El último adiós a Mouriño

En un mundo ideal, este sería un espacio dedicado a la publicación cotidiana de mi sentir. Pero me doy cuenta que este no es un mundo ideal, como tampoco lo es este blog. Por eso, lejos de redimirme hipócritamente con mis amables lectores por haber dejado tanto espacio entre esta y mi pasada entrega, les relataré con mórbido gusto lo acontecido a sólo una cuadra de mi habitual lugar de trabajo.

Algunas personas me tacharon de imprudente e irreflexiva al decir que el fin del mundo estaba cerca. Dados los sucesos recientes, queda claro que mis vaticinios no estaban tan alejados de ésta, nuestra realidad inmediata.

Pero pasemos al clímax de este relato, lector anónimo, que seguramente es lo que estas esperando.

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Esta tarde, la muerte cayó del cielo a una cuadra de mi oficina. Y pude ver cómo la opacidad del humo de la confusión invadía las calles aledañas a mi quietud, pude escuchar la confusión en la onda radial, ver la ignorancia momentánea en una pantalla y percibir la turbación en el aire: una avioneta cayó justo al centro de Lomas de Chapultepec, cerca del Paseo de las Marchas y la Avenida del inagotable tráfico.

Y al principio pensé que del cielo comenzarían a llover aeronaves, o que el bullicio producido se debía a la nausea de algún piloto distraído.

Lo que vino después fue la confirmación de un evento tan improbable como inimaginado: Juan Camilo Mouriño murió.

Cómo no extrañar mis épocas de vivencia reporteril, cómo no extrañarse de que los hechos sucedan a un paso de mi distracción… por eso, cuando las aguas ya se habían apaciguado un poco, fui a comprobar con mis propios ojos que la muerte se aparece a la vuelta de la esquina.

Y al subir el puente tuve que hacer uso de mi retórica con cara de credencial; pero al bajarlo pude contemplar los trozos de lo que en algún momento fue humanidad desparramados cuán larga la calle es y un torrente de gendarmes tan confundidos como los testigos de aquel impensado suceso. Las inmediaciones de mi cotidianidad estaban cercadas por el ejército y por la policía, y un cúmulo no menos numeroso de reporteros saciaba su sed de imágenes bebiendo lentamente por la lente de sus cámaras.

Quedaba un rastro de humo en las calles y en el aire se respiraba incredulidad. El cielo quedó despejado de nubes y de dudas y en la aceras reinaba un silencio escéptico, pero devastador.

Los pronósticos luego de tan penoso suceso no pueden ser más desalentadores: si eso le pasa al encargado de la política interior de esta nación, los mortales sin fuero estamos condenados a la perdición.

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Lo que más me conmueve, sin duda, es la muerte de Miguel Monterrubio Cubas, quien fuera en vida director de comunicación social de la Secretaría de Gobernación. Lo conocí en Yucatán aquél confuso 2007, cuando era el encargado de la dirección de Prensa Internacional de Presidencia de la República durante la visita de Bush a México y donde se fraguara lo que hoy conocemos como Plan Mérida. Todavía a principios año lo visité en su recién estrenada oficina en Bucareli, cuando me enteré que sería el encargado de la comunicación social en Segob. Y pensar que en apenas un suspiro se esfumó la vida de quien conociste alguna vez y que a solo unos metros de tu calma encontró su intranquilo final. (q.e.p.d.)

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Vaya día fue este 4 de noviembre: México supo de aviones que se desploman y carreras que despegan del otro lado de la frontera. Vaya 4 de noviembre inolvidable para quien escribe estas letras, que hoy del cielo le cayó la muerte y la verdad. Vaya 4 de noviembre para el devenir de un país que no sabe de accidentes pero sí de atentados.

Sea cual sea la inclinación política de quien pase sus ojos por estas letras, no cabe duda que el fin de un funcionario no debe ser su muerte aunque de ahí pueda provenir su gloria. Porque los aviones se hicieron para echarse a volar y no para dejarse caer, no importa quién venga en los asientos.