Siempre
desperté con la suave oscilación de un brazo en mi hombro diciendo “ya es hora…”
para irse a la escuela. La fuerte sacudida del nervio al estar acompañada. El
simulacro escolar sólo para hacerme correr. La voz trémula al hablar en
público. La agitación del corazón cuando aprendí a andar en bicicleta. El
terremoto neuronal en el examen de química.
Luego
vino el amor y su trepidación. El estremecimiento de una caricia. Tiritar de
deseo. La impredecible vibración de un orgasmo.
Hemos
estado en sismo todo el tiempo, pero sólo cuando se sacude la tierra podemos
percibirlo.
9.2.1
en escala de Rodríguez-Pacheco para el corazón. 6 en la escala Saffir-simpson para
mis ojos.
Por
fortuna, mi generación y todas las posteriores a ese aciago día no tienen ni
idea de lo que pasó. Pero podemos imaginarlo perfectamente…
Desde
muy pequeña tuve conciencia de lo ocurrido, porque me lo contó mi abuela y
todos mis profesores al punto del llanto, de la desesperación o de una
apasionada furia. Después de sus palabras, nunca supe cómo pudieron arremeter contra ellos, en qué
descabellada novela cabían armas de un lado e idealismo del otro; no entendía
qué clase de abominable monstruo arrebataba la vida de unos sólo por querer un
cambio. En verdad… no me cupo en la cabeza entonces y la violencia aún es para
mí una idea demasiado voluminosa para mi diminuto y soñador cerebro.
Pero
no voy a hacer historia porque ésa abunda y parece ser sólo un síntoma de saturación
social. Voy a hablar del 2 de octubre como yo lo he vivido y como creo que lo
vivimos los que no lo vivimos.
Es
inherente a los universitarios: la efervescencia de la sangre, la voz crítica y
el espíritu disertador. Fuimos a clases de Historia de México y, sobre todo los
que crecimos en área tres, nos documentamos hasta el hartazgo del hecho:
Poniatowska y Rojo Amanecer como documentos de cabecera. No hay un solo estudiante
con el saco bien puesto que no sepa qué ocurrió. Lo triste del asunto es que
aún a estas alturas del devenir, no conocemos las causas precisas de por qué ocurrió.
Aquí
podemos abrir un paréntesis de discusión: que si el momento histórico, que si las
olimpiadas, que si el gobierno y sus antecedentes; García Barragán y el batallón
Olimpia… sí, sí, sí… pero explíquenme. No puedo argumentar muertos porque no
tengo mentalidad asesina, no puedo pensar en planes tan siniestros cometidos en
contra de quien tiene esa vocación: estudiante, libros, clases y argumentos. Llámenme
ingenua, llámenme idiota. No entiendo.
Lo terrible
de esa opacidad es que desde 2002, año en que entré a la Escuela Nacional
Preparatoria Número 6, he visto a mucho inscrito (digo inscrito, no estudiante)
armando revueltas gratuitas, desmanes sin propósito y agresiones vacuas a todo
lo que aparenta ser una fachada de poder. No existe justificación para la
agresión ni argumentos para la violencia anónima en un loop que se repite cada
año. Otros no tienen siquiera la gracia de estar inscritos en alguna universidad:
me consta que son porros. Provocadores. Buscapleitos.
¿Es
ese el espíritu del 68? Ya no hablemos del movimiento global; hablemos de una situación
meramente local. No puedo, en verdad no puedo justificar agresiones gratuitas.
Pero tampoco me malentiendan: no creo que por unas manzanas se ha podrido la
canasta. Yo he asistido a decenas de manifestaciones con puras consignas y
alguna pancarta.
Sin
embargo, soy consciente que lo ocurrido en 1968 en México es irrepetible,
porque aquellos estudiantes contaban con un elemento que el #yosoy132 no tiene:
menos egoísmo. No pensemos que vamos a hacer historia, porque es tan vanidoso
como megalómano… No está en manos de un colectivo, ni de un solo individuo, ni
en un solo grupo o escuela: está en una idea. Un pensamiento que trasciende y
persiste. Ese, es para mí, el verdadero espíritu.
No
me regañen, por favor. La comparación es inevitable porque de entonces a acá,
un movimiento estudiantil no había llegado siquiera a ganar nombre y todavía me
gana el entusiasmo de que este ímpetu de cambio, florezca.
¿Qué
he visto cada 2 de octubre? Lo mismo: un estandarte glorioso, pero gastado. Ya
sabemos de algunos líderes estudiantiles bien plantados en diputaciones o
senadurías. Pero he de celebrar que a diferencia de ellos, mucha más gente
puede simpatizar con la inconformidad de un estudiante porque los medios, las
voces y la situación han cambiado. Pero la represión, ésa… está latente.
Siempre contundente y tácita.
– Quisiera
que le dé un vistazo a mi coche, sabe… desde hace un par de días no deja de
hacer ese insoportable ruido.
El
hombre de overol, tras una rápida ojeada y con el vehículo aún encendido, tiró
el cigarrillo de sus labios. -¿Arranca? - Ehm... pues sí... todavía.
– Vamos
a dar una vuelta para ver qué pasa… –dijo con gesto indiferente
y presuroso.
No
era un mecánico cualquiera: había desgastado su paciencia por años en los
pasillos de la Facultad de Ingeniería y su último recurso ante el infortunio de
cualquier egresado era terminar en su cochera despachando señoritas montadas en
ruidosas carcachas de segunda mano, cobrando tan onerosamente como el
vecindario se lo permitía. Cada que llegaba una mujer era la misma historia: algún
desperfecto en la máquina, por insignificante que fuese, era buen pretexto para
cobrar una buena lana.
A
primera vista, el coche en cuestión era un armatoste tan recorrido como
maltratado, con la pintura deliberadamente rayada y tan lleno de intemperie
que era un milagro que todavía caminara… ya no digamos correr.
El (ahora
sabemos) ingeniero, acomodó las aceitosas manchas de su vestimenta en el
asiento del piloto y la acongojada dueña de la destartalada carrocería ocupó el
segundo lugar frente al tablero. Apenas puso el auto en marcha, el sonido de
aquél artefacto motorizado se hizo insoportable, fastidioso y repulsivo a
cualquier tímpano. No es que fuera chirriante, ni un desgastado crujir de un metal
viejo, un engrane sediento de composición o una distorsión sonora usual, síntoma
de una clara disfunción automotriz sino todo lo contrario: era un sordo zumbido,
una tibia vibración sin un origen plausible, un palpitar vago pero tan estridente
que apenas dieron una vuelta a la manzana cuando el técnico paró nuevamente en
su establecimiento.
– Tengo
que checarlo más a fondo. Estas viejas máquinas suelen dar estas sorpresas…
Déjemelo y venga mañana –sentenció fulminante.
La
tarde siguiente, la propietaria de esa carcacha con llantas llegó tan o más
afligida que cuando arribó por vez primera al anónimo taller donde se suscita
este relato y que no era más que una amplia cochera ubicada en una colonia
clasemediera de una ciudad sórdida de tráfico.
Pese
a las observaciones iniciales, nuestro ingeniero en solitario no pudo encontrar
mayor defecto que los años pasados por encima, los kilómetros recorridos y el evidente
descuido de la costumbre. Sin embargo, todo el motor y la carrocería entera eran
perfectamente funcionales y ni un solo ruido se produjo durante las pruebas.
Este mecánico era un granuja, uno de esos patanes de refaccionaria que estafan
al incauto a la menor provocación; pero por más que buscó un detalle para
desfalcar a la automovilista, no había un ápice qué reparar.
– Revisé
su coche y no tiene nada. Llévelo a su agencia, porque yo no le encontré nada –
dijo el joven ingeniero mecánico-automotriz, con un viso de enojo en los ojos, pensando
que había perdido tiempo y esfuerzo en un coche viejo pero útil.
Con
apenas treinta gramos menos de agobio tras la valoración, la propietaria de
este cachivache encendió el auto. Y el ruido comenzó de nuevo…
– ¡Ahí está el ruido otra vez! – gritó la mujer
al impotente mecánico.
Acercándose
con apatía, el ingeniero dio cuenta del sordo estruendo por segunda ocasión. Jamás
había escuchado una falla como esa. Frotándose la barbilla en gesto de profunda
reflexión, pidió que apagase el motor.
El
sonido persistía dentro del auto, pero bastaba poner un pie fuera de la
carrocería para que el sonido cesara.
– ¿Puede bajar del auto? Lo voy a revisar otra
vez.
Arrancó,
puso marcha, dio una vuelta a la colonia por enésima ocasión y cuando volvió,
ya tenía el diagnóstico preciso.
– Señorita, yo no soy médico, pero le
recomiendo que se revise el corazón... Su auto no tiene nada.
Mi manera de fumar se hizo incorregible a los dieciséis, pero empecé a los quince, edad en la que comenzaron muchos de los vicios que se me hicieron posteridad. Era 2003 y una cajetilla costaba entonces catorce pesos. Todos los bares, antros y demás congales nocturnos estaban segmentados en los que se esfumaban y los que no. La hora preferida en los restaurantes era la de los postres, el café y el cigarro en una sobremesa evaporada de ideas y humo o en la absoluta pasividad del solitario fumador.
Después vinieron esos verdugos de camisetas verdes y aroma a lechuga a expulsarnos a la intemperie con sus leyes, sus advertencias en la pared y sus gazmoñas reprimendas. Hace poco, en una conversación que nunca olvidaré, escuché a Benito Taibo decir que los fumadores somos los nuevos negros en Nueva York en plena década de los cincuenta.
Y esque apenas uno saca un cigarro y ya hay alguien haciendo repelús, resoplando copiosamente aunque apenas haya aire y huyendo de uno cual si fuese un leproso. Otros aún más molestos describen por enésima ocasión cuando visitaron a aquél familiar que murió de modo espeluznante en el hospital, haciendo un minucioso relato de cómo escupían sangre y poniendo énfasis en lo amoratado de sus labios en la eterna letanía del fumador pasivo. Sin embargo, los más recalcitrantes son los ex fumadores: apenas alguien busca fuego para el tabaco, el monstruo en cuestión saca el invisible pero pesado trofeo de su abstinencia con el que golpea con fuertes sentencias al nicotinoide para dar inicio al ignominioso juicio de los contemporáneos: qué si uno ahorra miles de pesos al año dejando de consumir, que si los parches, que si los cigarros eléctricos e incluso los más audaces hasta terapeuta recomiendan.
Lo angustioso de la situación para los chacuacos como yo, es que estas escenas suelen suscitarse en terrazas, jardines o en plena calle: no conformes con sacarnos a un exterior inclemente, tiene uno que fumarse, junto con el cigarro, el consejo del bienintencionado e impertinente no fumador. ¡Afuera, afuera, afuera con su cigarrito!
Dicen que fumar es invasivo, porque uno contamina la atmósfera con pestilentes y tóxicas sustancias haciendo el ambiente imposible para los demás. Yo no sé ustedes, pero no hay nada peor que entrar a un elevador que apesta a colonia barata de oficinista, que ciertas habitaciones estén colmadas de aromatizante a frutas del bosque o alguien dejé una estela de ostentosa fragancia apenas se le ocurre pasar. Sus perfumitos y esencias imitadas también perturban los sentidos…
2.Los derechos del fumador.
Cualquier persona que fuma sabe perfectamente que se está matando a sí misma. Desde la primaria uno tiene la abyecta sentencia de que fumar causa miles de padecimientos irreversibles y aún así nos recetan ratas, niños asmáticos y miembros mutilados en las cajetillas infinitamente ignoradas por quienes disfrutamos del vicio o los que fumamos mecánicamente. Esa clase de mojigatería en las cajetillas no existe en muchos países.
Cada 31 de mayo los noticieros se llenan de especialistas neumólogos, oncólogos y psicólogos que enumeran con escrupulosa precisión las causas de la adicción a la nicotina y cuán nocivo es nuestro amigo favorito.
Están además, los sermones de los papás, los maestros y naturalmente, el de los médicos. Sepa usted que todos mis especialistas son fumadores: de ese modo mehe evitado horas y horas de reprimendas innecesarias.
El que no fuma, está en todo su derecho de no aspirar mi humo. Yo tengo el mismo derecho de quedarme adentro a matarme silenciosa y sigilosa en un tibio interior y no fumarme sus recomendaciones. Tengo derecho a que no se me hagacara de fuchi porque no le hice caso a la clase de educación para la salud. ¿No es como hacerle un gesto repulsivo aun individuo de un grupo minoritario?
Finalmente: Tiene derecho a permanecer callado hasta que mi cigarrillo se consuma.
3.Ni los veo, ni los fumo
Con todo y ser una chacuaca de mediana reputación, ando en bicicleta. Si bien es cierto que las subidas se me hacen pesadas y el aire escasea en una larga pedaleada, el cigarrillo no me hace menos ciclista.
¡Hubieran visto la cara del que me vio fumar mientras montaba mi bicicleta! ¿Es que acaso es una contradicción en términos?
***
El que tiene vocación de humo no aspira a ser menos que fumador. Esfumarse a la menor provocación, evaporarse apenas hay una ventisca, instalarse en los pulmones, ofuscar el olfato y dejar un aroma adonde quiera que se vaya.
El gesto del fumador mientras escribe, al momento de reír, a la hora de exasperarse y sobre todo en instantes de suma tensión o inconmensurable placer consiste en llevar a la boca el cigarrillo deseado. Si no hay boca digna besar o palabra que merezca ser pronunciada, el fumador sabe que no hay alternativa plausible que la del tabaco. O la mota. Oel opio. O el aire... A mí me gusta fumar tabaco y aire.
Es el suspiro un sucedáneo del cigarrillo cuando la nostalgia ya es mucha, cuando no hay opción sino una sala de espera o los recursos son tan escasos como abundante es el oxígeno alrededor.
4. Tipos de humo
Existimos, en orden de importancia, los que fumamos por inercia, los que fumamos por necesidad y los que fumamos por placer. El que es buen fumador pertenece a las tres especies en un momento u otro. El que se autodenomina “fumador social” es un pusilánime que no ha aprendido nada del golpe del humo ni de los golpes de la sociedad… por eso mismo es tan insoportable y patético. El fumador pasivo es un resignado, un condenado a la espesura de otros y a la ligereza de sí mismo: o encuentra cierta empatía con el ambiente enrarecido de sustancias, o siente alguna afinidad por los que fuman.
El que fuma es un distraído con ínfulas de atención y fijeza; un ansioso, una víctima del deseo y la insatisfacción. El fumador es aire. Y siempre anhela ser respirado aún a sabiendas de que acabará en ceniza: ardiente e inútil.
***
Me fumo un último cigarrillo. Para un fumador, cada cigarrillo es el último, porque la prohibición está siempre latente y hay en cada pared un símbolo tácito que obliga al deseoso a apaciguar sus ganas.
Pero
yo sí… Yo fui edecán. Y modelo también. También me pagaron onerosamente (menos,
naturalmente) y sólo por el hecho de mostrarme. Yo también aparecí 30 segundos
a cuadro pero lo mío no causó más alharaca que en mi círculo de conocidos. Yo
también usé un vestido largo que no dejaba nada a la imaginación y también fui
inoportuna a ciertos ojos.
Pero
yo entonces tenía 17 o 18. Por esas épocas era tan elocuente y tan poco
sustanciosa como Julia, que ha dado un millón de entrevistas hasta este día,
pero yo no tuve que darle explicaciones a nadie más que a mí misma.
Quien
se dedica a esto, sabe que tiene que vender. ¿Vender qué?, se preguntarán los más suspicaces… Venderte, claro.
Pero
que no se me malinterprete, por favor. Una persona que vive de su imagen, se
vende a sí misma aunque lo que vende no sea lo que se es y pretenda serlo. Lo
mismo pasa con modelos y con candidatos… Y nada de eso significa que sea
denigrante o misógino, como reclaman ciertos ignorantes puristas. Si no dediqué
el resto de mi vida a ser modelo es porque pensé. Y pensé que valía más que
sólo dejarse ver.
Lo
que Julia Orayen hizo el día del primer debate presidencial fue un gran
trabajo: vendió un producto imposible y lo hizo trascender a fuerza de
costumbre, de mostrar un poco de lo que justamente no hay para llamar la
atención. Ese fue su trabajo y lo hizo excelente.
Yo
nunca salí en las páginas de una Playboy, pero sé bien lo que significa ser el
foco de atención por el oropel de las circunstancias. Lo verdaderamente triste
de esto es que hayan personas a quienes les vendieron un debate, el futuro de
un país y el sentido de una democracia como si les vendieran un perfume.