Ya
es 3 de octubre y todavía no se me olvida…
Por
fortuna, mi generación y todas las posteriores a ese aciago día no tienen ni
idea de lo que pasó. Pero podemos imaginarlo perfectamente…
Desde
muy pequeña tuve conciencia de lo ocurrido, porque me lo contó mi abuela y
todos mis profesores al punto del llanto, de la desesperación o de una
apasionada furia. Después de sus palabras, nunca supe cómo pudieron arremeter contra ellos, en qué
descabellada novela cabían armas de un lado e idealismo del otro; no entendía
qué clase de abominable monstruo arrebataba la vida de unos sólo por querer un
cambio. En verdad… no me cupo en la cabeza entonces y la violencia aún es para
mí una idea demasiado voluminosa para mi diminuto y soñador cerebro.
Pero
no voy a hacer historia porque ésa abunda y parece ser sólo un síntoma de saturación
social. Voy a hablar del 2 de octubre como yo lo he vivido y como creo que lo
vivimos los que no lo vivimos.
Es
inherente a los universitarios: la efervescencia de la sangre, la voz crítica y
el espíritu disertador. Fuimos a clases de Historia de México y, sobre todo los
que crecimos en área tres, nos documentamos hasta el hartazgo del hecho:
Poniatowska y Rojo Amanecer como documentos de cabecera. No hay un solo estudiante
con el saco bien puesto que no sepa qué ocurrió. Lo triste del asunto es que
aún a estas alturas del devenir, no conocemos las causas precisas de por qué ocurrió.
Aquí
podemos abrir un paréntesis de discusión: que si el momento histórico, que si las
olimpiadas, que si el gobierno y sus antecedentes; García Barragán y el batallón
Olimpia… sí, sí, sí… pero explíquenme. No puedo argumentar muertos porque no
tengo mentalidad asesina, no puedo pensar en planes tan siniestros cometidos en
contra de quien tiene esa vocación: estudiante, libros, clases y argumentos. Llámenme
ingenua, llámenme idiota. No entiendo.
Lo terrible
de esa opacidad es que desde 2002, año en que entré a la Escuela Nacional
Preparatoria Número 6, he visto a mucho inscrito (digo inscrito, no estudiante)
armando revueltas gratuitas, desmanes sin propósito y agresiones vacuas a todo
lo que aparenta ser una fachada de poder. No existe justificación para la
agresión ni argumentos para la violencia anónima en un loop que se repite cada
año. Otros no tienen siquiera la gracia de estar inscritos en alguna universidad:
me consta que son porros. Provocadores. Buscapleitos.
¿Es
ese el espíritu del 68? Ya no hablemos del movimiento global; hablemos de una situación
meramente local. No puedo, en verdad no puedo justificar agresiones gratuitas.
Pero tampoco me malentiendan: no creo que por unas manzanas se ha podrido la
canasta. Yo he asistido a decenas de manifestaciones con puras consignas y
alguna pancarta.
Sin
embargo, soy consciente que lo ocurrido en 1968 en México es irrepetible,
porque aquellos estudiantes contaban con un elemento que el #yosoy132 no tiene:
menos egoísmo. No pensemos que vamos a hacer historia, porque es tan vanidoso
como megalómano… No está en manos de un colectivo, ni de un solo individuo, ni
en un solo grupo o escuela: está en una idea. Un pensamiento que trasciende y
persiste. Ese, es para mí, el verdadero espíritu.
No
me regañen, por favor. La comparación es inevitable porque de entonces a acá,
un movimiento estudiantil no había llegado siquiera a ganar nombre y todavía me
gana el entusiasmo de que este ímpetu de cambio, florezca.
¿Qué
he visto cada 2 de octubre? Lo mismo: un estandarte glorioso, pero gastado. Ya
sabemos de algunos líderes estudiantiles bien plantados en diputaciones o
senadurías. Pero he de celebrar que a diferencia de ellos, mucha más gente
puede simpatizar con la inconformidad de un estudiante porque los medios, las
voces y la situación han cambiado. Pero la represión, ésa… está latente.
Siempre contundente y tácita.
El 2
de octubre no se olvida.
Yo no
puedo olvidarlo porque lo viví sin vivirlo.
Que
no se nos olvide...
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