– Quisiera
que le dé un vistazo a mi coche, sabe… desde hace un par de días no deja de
hacer ese insoportable ruido.
El
hombre de overol, tras una rápida ojeada y con el vehículo aún encendido, tiró
el cigarrillo de sus labios.
-¿Arranca?
- Ehm... pues sí... todavía.
-¿Arranca?
- Ehm... pues sí... todavía.
– Vamos
a dar una vuelta para ver qué pasa… –dijo con gesto indiferente
y presuroso.
No
era un mecánico cualquiera: había desgastado su paciencia por años en los
pasillos de la Facultad de Ingeniería y su último recurso ante el infortunio de
cualquier egresado era terminar en su cochera despachando señoritas montadas en
ruidosas carcachas de segunda mano, cobrando tan onerosamente como el
vecindario se lo permitía. Cada que llegaba una mujer era la misma historia: algún
desperfecto en la máquina, por insignificante que fuese, era buen pretexto para
cobrar una buena lana.
A
primera vista, el coche en cuestión era un armatoste tan recorrido como
maltratado, con la pintura deliberadamente rayada y tan lleno de intemperie
que era un milagro que todavía caminara… ya no digamos correr.
El (ahora
sabemos) ingeniero, acomodó las aceitosas manchas de su vestimenta en el
asiento del piloto y la acongojada dueña de la destartalada carrocería ocupó el
segundo lugar frente al tablero. Apenas puso el auto en marcha, el sonido de
aquél artefacto motorizado se hizo insoportable, fastidioso y repulsivo a
cualquier tímpano. No es que fuera chirriante, ni un desgastado crujir de un metal
viejo, un engrane sediento de composición o una distorsión sonora usual, síntoma
de una clara disfunción automotriz sino todo lo contrario: era un sordo zumbido,
una tibia vibración sin un origen plausible, un palpitar vago pero tan estridente
que apenas dieron una vuelta a la manzana cuando el técnico paró nuevamente en
su establecimiento.
– Tengo
que checarlo más a fondo. Estas viejas máquinas suelen dar estas sorpresas…
Déjemelo y venga mañana –sentenció fulminante.
La
tarde siguiente, la propietaria de esa carcacha con llantas llegó tan o más
afligida que cuando arribó por vez primera al anónimo taller donde se suscita
este relato y que no era más que una amplia cochera ubicada en una colonia
clasemediera de una ciudad sórdida de tráfico.
Pese
a las observaciones iniciales, nuestro ingeniero en solitario no pudo encontrar
mayor defecto que los años pasados por encima, los kilómetros recorridos y el evidente
descuido de la costumbre. Sin embargo, todo el motor y la carrocería entera eran
perfectamente funcionales y ni un solo ruido se produjo durante las pruebas.
Este mecánico era un granuja, uno de esos patanes de refaccionaria que estafan
al incauto a la menor provocación; pero por más que buscó un detalle para
desfalcar a la automovilista, no había un ápice qué reparar.
– Revisé
su coche y no tiene nada. Llévelo a su agencia, porque yo no le encontré nada –
dijo el joven ingeniero mecánico-automotriz, con un viso de enojo en los ojos, pensando
que había perdido tiempo y esfuerzo en un coche viejo pero útil.
Con
apenas treinta gramos menos de agobio tras la valoración, la propietaria de
este cachivache encendió el auto. Y el ruido comenzó de nuevo…
– ¡Ahí está el ruido otra vez! – gritó la mujer
al impotente mecánico.
Acercándose
con apatía, el ingeniero dio cuenta del sordo estruendo por segunda ocasión. Jamás
había escuchado una falla como esa. Frotándose la barbilla en gesto de profunda
reflexión, pidió que apagase el motor.
El
sonido persistía dentro del auto, pero bastaba poner un pie fuera de la
carrocería para que el sonido cesara.
– ¿Puede bajar del auto? Lo voy a revisar otra
vez.
Arrancó,
puso marcha, dio una vuelta a la colonia por enésima ocasión y cuando volvió,
ya tenía el diagnóstico preciso.
– Señorita, yo no soy médico, pero le
recomiendo que se revise el corazón... Su auto no tiene nada.
1 comentario:
... y acaso esta muchacha encontrará un ruin médico frustrado que le dé un diagnóstico tan certero?, muy bueno, gracias...
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