domingo, 8 de mayo de 2011

El patíbulo del goloso

Cuando el cinismo se extrapola a límites donde la vergüenza ya no figura ni siquiera como ornamento, uno redacta textos como éstos. Estimados lectores, tras una etapa de silenciosa ausencia en este blog vengo a contarles cómo me sacaron una muela.

Y no, no vengo a ofrecerles el relato de quien con naturalidad se deja extraer el poco juicio que le queda en forma de muelas –nunca he entendido cómo es que hay quien a la menor provocación va con infame alegría a dejarse sacar las muelas y todavía pagar por ello-. Lo mío es una vulgar caries de confitería cocinada a fuego lento en el horno de mi golosa bocota.

***

El que es buen pez, por su boca muere. Pero yo ni siquiera sé nadar y siempre ando mordiendo el anzuelo. Ya desde que visité al primer verdug-ódontologo cuando iba a la primaria, sabía que cualquier consultorio dental que visitara sería a final de cuentas, mi cadalso recurrente. En ese temprano entonces había ido nada más a una revisión de la caída de mis dientes de leche y a corroborar la saludable salida de los permanentes.

Pero ya saben que ésta, su inconstancia con patas, no se volvió a parar por un consultorio dental si no era con dolor de por medio. La historia siempre fue la misma: ir a calmar el dolor a sabiendas del espeluznante y agudo sonido de la fresa y salir de ahí con la boca apestando a curación y una cita para continuar el tratamiento… y dejarla pasar por otras cosas más apremiantes.

Los años pasaron rápido, como suelen pasar en las historias de los ingenuos y yo seguí siendo la misma golosa que sucumbía por unos bombones con chocolate, que era sobornada por sus compañeros con la selección más fina de la dulcería y su pasatiempo favorito es y será la hora de los postres, caramelos y otras delicias azucaradas. De chicles ni hablemos, pues dejé de frecuentarlos en la secundaria porque gracias a su pegajosa consistencia me hice de mis primeras amalgamas.

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Nadie se muere de un dolor de muelas, pero quien lo padece se quiere morir. Empieza uno con ínfimos piquetitos al interior de la boca que empeoran a tal velocidad que en un par de horas soportar la cabeza encima de los hombros es una hazaña. Entonces un analgésico empieza a ser menester para el goloso adolorido, que acude a la farmacia o al cajón de las medicinas y apura la primera pastilla que se le ponga enfrente. Luego va al espejo a evaluar la magnitud del desastre y es entonces y no antes cuando se advierte la dimensión de la trastada: la pequeñísima caries que ayer apenas nos causaba molestia, hoy ya es una monstruosidad que pretende sacarnos otro agujero e inaugurarnos una boca nueva.

El condenado (en este caso, quien aquí suscribe) no tiene más remedio que hacer cita con el dentista cuando los paliativos fracasan. En mi caso, ya no regresé con el viejo conocido, sino que fui con el odontólogo de mi mamá, que tan buenos resultados le ha dado.

Llegar a la primera cita es saberse de antemano condenado a muerte. Primero, porque el alma se trae en la boca y uno quisiera escupirla en el primer lavabo disponible y luego, porque el doctor dictaminará con ojos de piedad y hasta con cierto tono de burla dirá: ya no hay nada que hacer por esa muela, la infección es inconmensurable; hay que extraer.

La sentencia resuena atroz por todo el consultorio. Y uno todavía quiere pelear, quiere salvar la pieza y sugiere una endodoncia. Con toda la sabiduría de su paciencia, el dentista explica por qué no es posible cualquier bienintencionado procedimiento para redimirse de la caries sin perder más que dinero y procede a prescribir antibióticos por siete días para bajar la infección y garabatea la fecha y hora de la muerte en la agenda.



Como todo buen condenado, tuve mi última cena. Una gringa con mucho queso y una generosa cantidad de tacos al pastor. Me habría gustado deleitarme con una cerveza, pero ya se sabe que los antibióticos y el alcohol llevan mucho tiempo peleados y no se sientan a la misma mesa.

Tienen ustedes que saber que fue una infamia que el doctor me haya citado a las nueve de la madrugada en su consultorio para una proeza de magnitudes mortales. Claro está, llegué tarde acompañada de mi mamá, que ya es muy cuate del doctor José a secas. Yo estaba lívida, con la presión baja y apenas mostraba señales de vida. Mi mamá y el doctor intercambiaron estampitas y le dijo que me había tomado el medicamento al-pié-de-la-letra y ella podía certificarlo –sepa usted que cada que me tocaba medicamento me llamaba por teléfono y me amenazaba con cosas terribles de no hacerlo-.

Habiendo hecho las primeras consideraciones, empezó el martirio. De entrada pareciera que todo va a estar bien y el médico esparce anestesia por la zona afectada con un algodón para dar paso a la dolorosa estocada de la lidocaína inyectada y esperar “unos minutitos” a que el medicamento te idiotice… digo, te haga efecto. En ese preludio al dolor anestesiado, mi mamá y el doctor estaban de lo más campechano hablando de declaraciones de impuestos, de la firma electrónica y otros horrores fiscales.

A mí me sudaban las manos, sentía las piernas trémulas como nunca y sólo podía pensar quién podría redactar el epitafio de mi tumba, quién se encargaría de las exequias posteriores y si habría suficientes nardos en mi funeral para disimular el olor a dentista que desprendería mi cuerpo.

Los minutitos pasaron en un pestañeo. Cuando abrí los ojos el doctor ya tenía un enorme desarmador sobre mi rostro y me previno que escucharía cosas crujir en mi bóveda craneal. Y empezó… y dolió. Alcanzó su enorme jeringa y suministró una nueva dosis de antestésico que dejó la mitad mi boca sumida en un trance entre el limbo y la inconsciencia. Esperamos “otros minutitos más” y luego vino lo más fuerte. Crack, crack, crack… y en menos de un minuto la muela ya estaba en la charola de utensilios, sangrienta y horrenda, fuera ya de mi boca.

El mismo doctor se sorprendió de que haya salido tan fácilmente y me mostró ese monstruo informe y con media cabeza en una gasa. Sentí que había dado a luz a un pequeño Frankie y pedí que lo apartaran de mi vista de inmediato.
Debo reconocer el magnífico trabajo del doctor José Ramos Rebollo: me hizo la extracción más rápida y más indolora de la que tenga cuenta. Aunque eso sí, como todo buen doctor me prohibió el café y cualquier tipo de irritante (que son mis preferidos), me recetó más antibióticos y desinflamantes y lo peor: me prohibió andar en bicicleta hasta el lunes.

***

En la vida del goloso, el momento preferido del día es la hora de los postres. Es esa misma situación la que, a la postre lo llevará sin escalas al infernal patíbulo de las extracciones, endodoncias y otros procedimientos odontológicos sacados de un cuento de terror que ni el mismo Quiroga pudo imaginar.

Ahora sólo queda ver cuántas piezas más hay que tratar de caries. Estén pen-dientes.



Como
Dijo
Don Wolfango:
Tengo
Dolor
De muelas
En
El
Corazón.




2 comentarios:

Kyuuketsuki dijo...

Debo confesar que reí como loco ante tus peripecias. Un poco por el orate sanguinario que vive en mí, otro por el modo tan ameno de retratar tu tortura.

Los dientes extraídos quedan limpísimos con cloro. Aunque dudo que los colecciones.

Darinka Rodríguez dijo...

Ese monstruito ya debe estar en el fondo de la alcantarilla.

Por otro lado, ¡qué bueno que todavía tienes dientes para sonreír a carcajadas!

Beso para ti, querido Kyyutz.