Tuve una vida modesta como cualquier llave que cumple con su obligación primordial. Siempre en mis dientes estuvo el Ábrete Sésamo exacto, pronunciado por mí con la precisión quirúrgica requerida para abrir paso a los secretos mejor guardados detrás de aquél portal. Gracias a mi sencilla pero significante labor, el acceso a un acogedor interior se hizo pan comido y permití que guarecerse del afuera violento y bullicioso se hiciera simple. Fui la única copia de ese desdeñoso cerrojo que sólo cedía a mis peticiones; porque él y yo fuimos uno mismo en la conjunción de la apertura y obertura habitual de esa puerta: la puerta que da a una calle de la que ya no guardo memoria.
Como cualquier instrumento de uso consuetudinario, mi vida estuvo marcada por la precariedad. Pasé la mayor parte del tiempo en el rincón más breve de un bolsillo lúgubre y mi cuerpo estaba colmado de abolladuras de tantas ocasiones que fui a dar de forma estrepitosa al suelo. Tuve la dicha de ser decorada con un suntuoso llavero que me hacía por fin visible en mi humilde calidad de llave junto con otras que como yo, sólo fuimos necesarias por momentos. Nunca tuve oportunidad de echar un vistazo a la casa que tan celosamente resguardaba mi cerrojo, y es que fui condenada a permanecer colgada a una pared en el umbral para que no fuera a suceder la desgracia de perderme.
Pero de nada sirvieron tan ingenuas previsiones. Como llave, la norma predecible es que todas acabaremos por perdernos o seremos olvidadas cuando la aldaba que nos corresponde finalmente desobedezca nuestras órdenes.
Fue un descuido inocente la causa de mi pérdida. El día que me extravié de mi cotidianidad nadie se acordó de mí hasta que una urgencia de necesidad cimbró el día y la impaciencia de entrar se hizo inquietud impostergable. Aquélla noche nadie pudo atravesar el portal que da a la calle de la que ya no quiero acordarme.
Me buscaron torpemente donde se obviaba mi ausencia e indagaron mi rastro en donde jamás habrían de encontrarme: en los cajones, debajo de la cama, en la proximidad de las aceras y en el café de las mañanas. La impericia de la búsqueda llegó a su fin cuando decidieron llamar al cerrajero y deshacerse de mi compañero cerrojo, al que jamás volví a encontrar.
La situación es ya irreparable. Cuando se llega al punto en el que me encuentro, significa que ya no hay retorno válido en la carretera de este cruel devenir y que la búsqueda se postergó indeterminadamente. Cuando las cosas llegan a este lastimoso punto, significa que ya se ha pasado la página y el menester se hizo prescindible.
El lugar donde hoy me encuentro es el último extremo de un minúsculo agujero en el bolsillo que me contenía. Aquí mismo es un océano de los objetos milenariamente perdidos, ya por travesura, ya por olvido, ya por descuido, ya por torpeza: billeteras despojadas de su dinero, llaves sin cerrojo, calcetines sin su par, botones desprovistos de ojal, credenciales carentes de identidad…
Existen también, como casos extraordinarios de la calamidad más desalmada, cartas cuyo remitente mudó de lugar, besos que se perdieron en el aire, espíritus de mascotas perdidizas que aún extrañan a sus dueños, pensamientos que no alcanzaron el mar, los estribos de algún juicioso, la compostura de los desaliñados y la calma de los impacientes. Pero sobre todo, lo que más abunda en este espacioso lugar que nadie ha visto, es el tiempo que se ha perdido…
Aquí me encuentro hoy, donde llegan las cosas que ya nadie busca y donde no se puede buscar por ser el subterfugio apartado de la lógica más simple. Aquí donde nadie nos puede ya encontrar...
2 comentarios:
Saludos.
Las cosas perdidas tienen vida propia, como en Harry Potter.
Las llaves, sobre todo. Que locura.
¿Alguien habrá perdido la cordura al momento de buscar una llave?
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