viernes, 18 de junio de 2010

El terrible vicio de subrayar los libros.



Días como éstos, envueltos de espesas nubes y amenazando siempre lluvia, son propicios para el recogimiento. Días como éstos, justamente hace unos siete años, cuando apenas iba en prepa y la lluvia me escupía sus verdades como dolorosas agujas en la nuca, cayó en mis manos el primer libro de José Saramago: El Hombre Duplicado rezaba aquella reseña en el periódico días antes de que vinieran a regalármelo envuelto en papel estraza y sin moño.

Quién sabe entonces por qué me empeñé en conseguir un libro del que no tenía mayor certeza que lo que algún desconocido habría escrito en esa lacónica brevedad casi obligatoria del apartado de libros en los diarios.

Lo recuerdo entonces, por ser el primero y por cómo me embelesó al grado de devorar ulteriormente unos diez libros del mismo dichoso autor. Hago esta referencia no con un vanidoso afán de presumir cuánto he leído, porque en el mismo empeño se me puede ir la boca; sino como la observación más humilde que se puede hacer a quien escribe: lo he leído por largas horas, he visto con sus ojos, se me ha enredado el pensamiento tras las palabras, he cargado su nombre en la mochila.

Hoy desperté con ese sobresalto incierto de la muerte distante. La noticia llegó a mi celular, lapidaria y fulminante: Saramago se fue. El remitente es un ser tan amado como inoportuno... Qué modo de despertar ha sido éste… Supongo que lo mandó a sabiendas de mi gusto, ese que se volvió casi un disgusto al saberlo muerto.

En un pasado aún más lejano de cuando comencé a leerlo, cuando aún medía metro y medio y asistía a la primaria, mi mamá y yo nos encontramos a Saramago en el Zócalo a la llegada de los zapatistas. Creo que tenía como diez años en las postrimerías del siglo ese y no tenía ni idea de quién era aquel señor de abundantes y despeinadas cejas. Y al verlo, mi mamá se acercó y fuimos las primeras y las únicas en recibir su firma en un ejemplar especial de la revista Proceso. Supongo que al verme tan pequeña tuvo un gesto de amabilidad medio indiferente, vayan ustedes a saber. Y mi mamá me regaló el ejemplar desde entonces y no conocí su escritura sino mucho después. Hoy guardo esa firma como la prueba fehaciente de que un día me lo topé; pobre niña frente a tamaña personalidad.

Detalle de mi autógrafo de José Saramago



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Pocas veces he tenido este vahído sulfuroso de cuando muere a quien se lee. Casi todos los escritores que admiro de antemano los sé muertos; así me evito tener que escudriñar en la memoria aquéllas cosas que me legaron y que por natural consecuencia, se ven reflejadas en estas palabras.

Y me he topado, claro está, con un cúmulo interminable de elogios y críticas. Pero por muchos juicios contrarios que pude llegar a leer, mi afición por sus textos nunca disminuyó. No podría renegar de aquél que me hizo gastar tantas horas de modo tan apacible e hizo de una maraña de letras en los ojos, un panfleto de dichas encuadernadas.

Bien podría tapizar este post con un montón de sentencias del portugués, porque soy tremendamente mal educada y tengo la infausta costumbre de subrayar (con lápiz, justifico) los enunciados que me vienen en gana. El triste hábito de la torpe memoria, supongo. Recuerdo que leí en uno de esos libros, hoy no recuerdo bien cuál; a Saramago diciendo que subrayar los libros es decir “fíjate, hombre: aquí hay algo importante”.


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Inhumano es no opinar, porque opinando y sólo opinando se oponen los pensamientos. Fue una de mis grandes influencias, aunque no en pocas ocasiones estuve en desacuerdo. Y no recuerdo momento en que no tuviera opinión.

Hoy aquí, con este embargo acumulado que traigo desde quién sabe cuándo, pensé también que me hace falta un perro que enjugue mis lágrimas. Y se me acumuló esto…

Me faltó conseguir su libro de poesía, ese que nunca pude comprar por barato. Y me faltó terminar Caín porque lo dejé a medias por descuidarme en la vida. Y me faltó hacer un par de reseñas más sustanciosas de sus libros.

Y me faltó también memoria para recordar un poco más. Pero ya afilé mi lápiz para seguir con esa exasperante manía de subrayarlo… es que no encontré mejor modo de evocarlo.

q.e.p.d.

sábado, 5 de junio de 2010

Las luces que no se extinguen.


A los niños fallecidos el 5 de junio de 2009 en el incendio en la guardería ABC en Hermosillo
A los niños que sobrevivieron.
A los que nos quedamos.




Ciertas heridas no cicatrizan pese a la indiferencia más monstruosa.
La luz de esos espíritus, los que se extinguieron y los que persisten;
el fulgor de quienes ya no están llegó hasta esta ciudad.

El olvido ha puesto un semblante institucional de indiferencia oficial,
de insensibilidad gubernamental y desdén burocrático.

Pero hay quien los conserva en la memoria,
como trozos de dicha que se ha ido,
como quien sabe que el cielo aguarda
y en la tierra habrá quien no guardará silencio.

Por ellos, por los niños de Hermosillo.
No hay una despedida, sino un recibimiento eterno en el corazón.

Son éstas las cosas que no deben de olvidarse.
Son éstos los sucesos que no deberán de repetirse.

Y aunque estamos en apariencia distantes
nos une la misma sed. De justicia. De Paz. De sosiego.

Para ellos. Por ellos.


Vigilia por los niños del ABC. Ángel de la Independencia. Ciudad de México.