lunes, 27 de abril de 2009

Carta a París: Vistas las cosas desde acá

Afuera, azota la influenza. La contingencia es tal, que incluso se escabulló en los interiores de las casas e hizo estremecer la tierra: hace rato, un sismo de 5.7 grados Richter cimbró nuestros ya de por si turbados nervios. Hasta el temple más reacio se ha espeluznado.

Los días han sido de guardar, las pocas personas en las aceras, precavidas, con cubrebocas. Las actividades escolares suspendidas hasta el 6 de mayo. Los cines, los teatros y los bares cerrados hasta que pase esta intempetuosa alarma epidemiológica.

En el aire se respira una zozobra irreparable. La atmósfera urgente de sosiego no encuentra un instante de paz en la histeria colectiva predominante.

Yo misma no he salido de este recogimiento impuesto. En un rato más habré de regresar a aquélla enfermiza oficina, donde hasta en época de rosas se respiran los escurridizos microbios, propagados por el inclemente aire acondicionado y circulando a sus anchas por los cerrados y grises pasillos.

Dentro, el marasmo no se ha apaciguado. El alma enfermiza y frágil lo sigue siendo con o sin emergencia en un afuera distante, donde el secreto mejor guardado está protegido de cualquier ponzoñosa cepa que se sabe a sí misma virulenta.

Los días se han desprovisto de tiempo y no es hasta este día, lunes de mis congojas, quien me regresa a la temporalidad mundana.

No puedo adivinar a qué se debe esta contingencia... No alcanzo a vislumbrar cómo dos cosas en apariencias tan distantes pueden hacer de las suyas con la vulnerabilidad colectva.

Sí, yo soy fuerte. Nada ha de perturbar este temple. No así mis cercanos... no así su fragilidad.

viernes, 24 de abril de 2009

Influencias Profilácticas y Otras Ponzoñas

De no ser por la pertinente suspensión de clases -que le ha dado a mis divagaciones el virulento respiro que mi imaginación precisaba-; su desobligada y sumamente ocupada escritora de clóset no estaría escribiendo este post. 

Si al momento de leer esto, usted no está enfermo de Influenza, probablemente lo esté de paranoia o alguna de sus ponzoñosas vertientes. Si al momento de leer esto puede percibir en mis palabras el dolor corpóreo que me ha azorado todo el día, no se preocupe: este blog ha sido previamente vacunado contra virulentas influencias informáticas y ni usted ni su máquina corren peligro alguno. Si al momento de leer esto usted adivina en mis dolencias un viso de Influenza y al instante esboza una mueca de compasión por la pobre escritora apestada, no cabe duda que usted padece de Influenza mediática, mucho más poderosa, influyente e irreparable que cualquier inoportuna enfermedad.

Las consciencias frágiles se han espeluznado en el instante mismo de ver al Secretario de Salud comunicar que mañana ni a la escuela ni a ningún lugar cerrado. Disfutemos pues del recogimiento impuesto y la cuarentena inesperada.

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La tradición bíblica es precisa al respecto: la ruptura del cuarto sello hace una referencia directa a la muerte como la peste. El cuarto jinete, de color amarillo, esparció sobre la tierra las pestilencias mortales a la humanidad. 

Si usted ya ha sido trastocado por la histeria colectiva, puede tomar el hecho como significante señal de que el fin del mundo está cerca. Nada de SARS, gripe aviar o padecimientos asiáticos innombrables: nuestra conciencia nunca será lo suficientemente inmune como para deshacerse de los achaques inevitables.

Para indisposiciones enfermizas, el mundo ya está suficientemente plagado de ignorancia, mezquindad y tristeza. Habrá quien crea para sus adentros que ninguno de estos achaques es tan nocivo como los síntomas febriles de una gripe magnífica y mortal. Si usted así lo cree, seguramente usted puso los anticuerpos de la indiferencia en su cuerpo con anterioridad y ni las lágrimas vertidas sobre el diario de una crisis serán suficientes para conmoverlo.

Más que una vacuna, la indiferencia es una enfermedad que no se cura sino con el espasmo alarmante de una epidema... Santiguémonos y esperemos que ningún malévolo virus haga  de las suyas con nuestra susceptibilidad física.

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Anterior a todos los malestares que enumeran los irreflexivos, el veneno del amor ha sido el trastorno milenario de los eternamente hambrientos de sosiego y sedientos perpetuos del deseo. El mal de amores es crónico e incurable y sus inexorables síntomas son tan perjudiciales como imperceptibles:

La ausencia como indicio del infortunio que no ha sido correspondido, el vahído vertiginoso de una caída estrepitosa, el revulsivo frenesí de las madrugadas sin dormir, las calles como prolongación de los sueños y pesadillas en estado de aparente lucidez. Escasez de Luna y exceso de estrellas, mucosidad dulzona y vómitos fragantes. Resequedad de lagrimales, entumecimiento emocional y aletargamiento sentimental; euforia romántica e insensatez magnificada.

Eso, mis estimados lectores, se llama Influencia Amorosa y sólo un puñado de afortunados imprudentes pueden reponerse a sus devastadoras secuelas en el espíritu.