viernes, 18 de diciembre de 2009

Literalgia VI: Cuando las avenidas saben a memoria...



De las pertenencias empaquetadas, no hubo nada más voluminoso que los recuerdos.




Como si las despedidas no fueran contratiempo suficiente, como si andar el camino por última vez no fuera dificultad dolorosa; esta tarde anduve los recuerdos.

Las aceras guardan en su asfalto la imprecisión de lo acontecido en otras épocas. Esas calles no callan: tienen impresas en sus paredes las historias que un día decidieron contarse y basta poner un pié en ellas para que un viento de nostalgia te murmure como en un suspiro, las anécdotas que a golpe de olvido se guardan en los cajones de la desmemoria más cruel.

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La travesía de la irrealidad más virtuosa comienza justo donde termina la Zona Rosa y el camino que con tanta premura recorrí. Ya desde la Calle de Liverpool y dejando atrás la glorieta de Insurgentes se deja leer una Darinka corriendo con el corazón en la mano y la euforia en la otra… las tardes vagabundas en las librerías y los reencuentros fortuitos con personas que hoy quiero olvidar.

Pero es Paseo de la Reforma la avenida de mis distancias más largas. Se deja escuchar la urgencia de mis tacones corriendo para alcanzar el autobús bajo el yugo aplastante de un horario diurno, corriendo siempre en sentido opuesto al deseo.

Es el circuito de las manifestaciones perpetuas, el festejo tricolor en el Ángel, la ciclopista más extravagante, la galería más excéntrica, el tránsito siempre lento y la indiferencia bursátil. Es la rúa de la saudade y la melancolía, porque desde la Diana hasta la Fuente de Petróleos el otoño se hace permanente.

Llegué ahí por un descuido de mi destino sureño y tuve que caminar la furia de su bullicio por más de un año de vaivenes y traspiés. Fue en sus banquetas donde me llovió la ternura más amorosa por vez primera y llegué a la oficina escurriendo mi amor y oliendo a la humedad del deseo más incierto; o aquélla tarde aciaga en que la muerte se desplomó de un avión, dejándome desperdigados trozos de humanidad por todo el corredor.

En Reforma dejé mis despedidas más sinceras a las personas que más amo y también a las que luego dejé de querer. Siempre me despidieron con dulzura al abordar el camión y hubo manos trémulas que intentaron detenerme en un torpe afán de romper la responsabilidad que se dirige a trabajar. En la esquina de aquélla avenida tuve mi última despedida que pretextó poesía para dejarme el último beso de cotidianidad. Fue frente al Museo de Antropología donde perdí mis lentes y mi hipermetropía se hizo agudeza perenne.

Las horas nocturnas se cuentan por montones en ese camino. Por ahí también trasladé mi cansancio a la salida –ora a pié, ora en nube- para encontrarme con un abrazo, para mediar con mis pensamientos nómadas, para teorizar del desconsuelo…

De esos viajes traté de quedarme con aquéllos donde mis piés perdían el suelo en una bicicleta o donde mis pasos eran impulsados por una situación idílica, caprichosa e inverosímil.

Conservé los trozos de papel donde anoté mi incertidumbre y mis dichas vividas justo ahí, la avenida de las distancias que no se dejan de andar.

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Esta ocasión ya me esperaba desde entonces… Desde que paseé mi distracción en bicicleta un domingo cualquiera, o al trasladar mi prisa para llegar siempre tarde a trabajar; desde que erré por los camellones, esperando siempre y tratando de matar la impaciencia de una llegada o caminando con un cinismo orgulloso tras la travesura de una calle.

En ese circuito sembré los recuerdos que hoy coseché por ser la última vez que la pisaré con la constancia usual. Leí en cada muro los textos que redacté con la furia de mis puños invernales, con la ligereza de mi pluma en primavera, con papel hojarasca en otoño y tinta de aguacero en verano.

Reforma es el texto más extraño que haya tenido que escribir, porque me redacté a mi misma en cada crucero y pormenoricé mis recuerdos en el asfalto para luego recogerlos de la banqueta porque el olvido los quiso atropellar. Reforma es un verso que no se termina de escribir, el párrafo prolongado de lo inimaginado y el borrador infinito de las coincidencias imposibles.

Sé que de tarde en tarde volveré a mi Paseo de la Reforma montada en bicicleta sólo para desandar los recuerdos y reescribir el futuro…

sábado, 12 de diciembre de 2009

A la Villa en bicicleta: la fe pedalea fuerte



Para llegar al Cerro del Tepeyac, no hace falta más que una bicicleta. El volante va bien agarrado de la fe y los pedales son impulsados por el fervor: aún es 11 de diciembre y ya casi son las doce, momento de cantar las mañanitas.

Esta noche todos los caminos conducen a La Villa. Con la Lupita a las espaldas, globos y su devoción sobre ruedas, los ciclistas guadalupanos llenaron las calles y en cada pedaleada demostraban al mundo que sus promesas también andan en bicicleta.

Ya se dejaban ver desde temprana hora en las avenidas. Las bicis en marcha y la cadencia de esos humildes rayos: velocípedos de panadero, de montaña y los ciclistas más sencillos agarrando camino al santuario guadalupano.

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Aquél que pudo salir de la cama y volver a mover sus piernas, toma su bici para dar gracias a la morenita del Tepeyac. Tras haber pasado por el quirófano, las piernas de Gerardo recobraron la movilidad como por obra de un milagro. Un accidente casi lo dejó inválido y ahora pedalea cada año a modo de agradecimiento.



Ahora mismo, Gerardo está tumbado en el suelo, con la imagen de la virgen a espaldas mientras intenta arreglar el estropicio de la cámara en la llanta de la bici de su compadre. Lleva dieciséis años sin faltar a la cita, y agarrar la bicicleta ya es una tradición entre sus amigos y vecinos de Tulyehualco. “Mientras no esté en la cama y la virgencita me permita llegar a su casa, seguiremos andando”.

Cierto fervor comodino promueve que el guadalupano también se mueva en bicicleta: Ricardo salió de prisión hace dos meses, y no teniendo más que su bici, se lanzó a dar gracias con ella. “Pues es más rápido ir en bici” me dice, mientras me observa de modo medio burlón. “Ni modo que me fuera a pié” y alarga con pereza la última sílaba, aguardando que la cámara de su llanta quede finalmente parchada.

Son pocas las mujeres que andan montadas en bici para ver a la Virgen de Guadalupe. Argelia tomó su bicicleta desde San Juan Ixtayopan en Tláhuac para ir a ver a su morenita. Hizo una pausa justo frente a mi casa para tomar aire y seguir con su camino, pues tiene una promesa que cumplir. No dudó en pedalear de noche hasta llegar a la Basílica. “Es el esfuerzo de todos los que vamos. Por eso nos vamos en bici”. Y antes de arrancar su Benotto nuevamente, se santigua.




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Enfilados con cierto desorden, las bicicletas componían la marcha más perfecta para la Guadalupana, como cuando se entonan las mañanitas en una fiesta, donde siempre hay algunos desentonados, cada uno tiene una modulación distinta en la voz y canturrea cada cual con la alegría que le sale de la garganta.

De ese mismo modo, justo a la medianoche, las bicicletas en las avenidas cantaron con efusividad y fervor la serenata de cumpleaños: Estas son las mañanitas… pero ninguno de ellos dejó un instante de pedalear. Aunque hubieran de llegar un poco tarde hasta el Cerro de Tepeyac.

Será que el esfuerzo del ciclista foráneo es la oración menos dolorosa, pero no por ello menos honesta a la Guadalupe del Tepeyac; que el equilibrio en bicicleta es la evidencia más virtuosa de que llegarán a la Basílica por su causa o que sólo sobre ruedas no se deja de hacer oración.

Y es que aún no sé si la fe mueve montañas, pero vaya que moviliza bicicletas.