viernes, 15 de junio de 2012

Mecánica.


– Quisiera que le dé un vistazo a mi coche, sabe… desde hace un par de días no deja de hacer ese insoportable ruido.

El hombre de overol, tras una rápida ojeada y con el vehículo aún encendido, tiró el cigarrillo de sus labios.

-¿Arranca?

- Ehm... pues sí... todavía.

– Vamos a dar una vuelta para ver qué pasa… –dijo con gesto indiferente y presuroso.

No era un mecánico cualquiera: había desgastado su paciencia por años en los pasillos de la Facultad de Ingeniería y su último recurso ante el infortunio de cualquier egresado era terminar en su cochera despachando señoritas montadas en ruidosas carcachas de segunda mano, cobrando tan onerosamente como el vecindario se lo permitía. Cada que llegaba una mujer era la misma historia: algún desperfecto en la máquina, por insignificante que fuese, era buen pretexto para cobrar una buena lana.

A primera vista, el coche en cuestión era un armatoste tan recorrido como maltratado, con la pintura deliberadamente rayada y tan lleno de intemperie que era un milagro que todavía caminara… ya no digamos correr.

El (ahora sabemos) ingeniero, acomodó las aceitosas manchas de su vestimenta en el asiento del piloto y la acongojada dueña de la destartalada carrocería ocupó el segundo lugar frente al tablero. Apenas puso el auto en marcha, el sonido de aquél artefacto motorizado se hizo insoportable, fastidioso y repulsivo a cualquier tímpano. No es que fuera chirriante, ni un desgastado crujir de un metal viejo, un engrane sediento de composición o una distorsión sonora usual, síntoma de una clara disfunción automotriz sino todo lo contrario: era un sordo zumbido, una tibia vibración sin un origen plausible, un palpitar vago pero tan estridente que apenas dieron una vuelta a la manzana cuando el técnico paró nuevamente en su establecimiento.

– Tengo que checarlo más a fondo. Estas viejas máquinas suelen dar estas sorpresas… Déjemelo y venga mañana –sentenció fulminante.

La tarde siguiente, la propietaria de esa carcacha con llantas llegó tan o más afligida que cuando arribó por vez primera al anónimo taller donde se suscita este relato y que no era más que una amplia cochera ubicada en una colonia clasemediera de una ciudad sórdida de tráfico.

Pese a las observaciones iniciales, nuestro ingeniero en solitario no pudo encontrar mayor defecto que los años pasados por encima, los kilómetros recorridos y el evidente descuido de la costumbre. Sin embargo, todo el motor y la carrocería entera eran perfectamente funcionales y ni un solo ruido se produjo durante las pruebas. Este mecánico era un granuja, uno de esos patanes de refaccionaria que estafan al incauto a la menor provocación; pero por más que buscó un detalle para desfalcar a la automovilista, no había un ápice qué reparar.

– Revisé su coche y no tiene nada. Llévelo a su agencia, porque yo no le encontré nada – dijo el joven ingeniero mecánico-automotriz, con un viso de enojo en los ojos, pensando que había perdido tiempo y esfuerzo en un coche viejo pero útil.

Con apenas treinta gramos menos de agobio tras la valoración, la propietaria de este cachivache encendió el auto. Y el ruido comenzó de nuevo…

–  ¡Ahí está el ruido otra vez! – gritó la mujer al impotente mecánico.

Acercándose con apatía, el ingeniero dio cuenta del sordo estruendo por segunda ocasión. Jamás había escuchado una falla como esa. Frotándose la barbilla en gesto de profunda reflexión, pidió que apagase el motor.

El sonido persistía dentro del auto, pero bastaba poner un pie fuera de la carrocería para que el sonido cesara.

–  ¿Puede bajar del auto? Lo voy a revisar otra vez.

Arrancó, puso marcha, dio una vuelta a la colonia por enésima ocasión y cuando volvió, ya tenía el diagnóstico preciso.

–  Señorita, yo no soy médico, pero le recomiendo que se revise el corazón... Su auto no tiene nada.

viernes, 1 de junio de 2012

Espacio libre de perfume barato. (Post libre para fumar)


1.Invasores de atmósferas.

Mi manera de fumar se hizo incorregible a los dieciséis, pero empecé a los quince, edad en la que comenzaron muchos de los vicios que se me hicieron posteridad. Era 2003 y una cajetilla costaba entonces catorce pesos. Todos los bares, antros y demás congales nocturnos estaban segmentados en los que se esfumaban y los que no. La hora preferida en los restaurantes era la de los postres, el café y el cigarro en una sobremesa evaporada de ideas y humo o en la absoluta pasividad del solitario fumador.

Después vinieron esos verdugos de camisetas verdes y aroma a lechuga a expulsarnos a la intemperie con sus leyes, sus advertencias en la pared y sus gazmoñas reprimendas. Hace poco, en una conversación que nunca olvidaré, escuché a Benito Taibo decir que los fumadores somos los nuevos negros en Nueva York en plena década de los cincuenta.

Y esque apenas uno saca un cigarro y ya hay alguien haciendo repelús, resoplando copiosamente aunque apenas haya aire y huyendo de uno cual si fuese un leproso. Otros aún más molestos describen por enésima ocasión cuando visitaron a aquél familiar que murió de modo espeluznante en el hospital, haciendo un minucioso relato de cómo escupían sangre y poniendo énfasis en lo amoratado de sus labios en la eterna letanía del fumador pasivo. Sin embargo, los más recalcitrantes son los ex fumadores: apenas alguien busca fuego para el tabaco, el monstruo en cuestión saca el invisible pero pesado trofeo de su abstinencia con el que golpea con fuertes sentencias al nicotinoide para dar inicio al ignominioso juicio de los contemporáneos: qué si uno ahorra miles de pesos al año dejando de consumir, que si los parches, que si los cigarros eléctricos e incluso los más audaces hasta terapeuta recomiendan.

Lo angustioso de la situación para los chacuacos como yo, es que estas escenas suelen suscitarse en terrazas, jardines o en plena calle: no conformes con sacarnos a un exterior inclemente, tiene uno que fumarse, junto con el cigarro, el consejo del bienintencionado e impertinente no fumador. ¡Afuera, afuera, afuera con su cigarrito!

Dicen que fumar es invasivo, porque uno contamina la atmósfera con pestilentes y tóxicas sustancias haciendo el ambiente imposible para los demás. Yo no sé ustedes, pero no hay nada peor que entrar a un elevador que apesta a colonia barata de oficinista, que ciertas habitaciones estén colmadas de aromatizante a frutas del bosque o alguien dejé una estela de ostentosa fragancia apenas se le ocurre pasar. Sus perfumitos y esencias imitadas también perturban los sentidos…

2.Los derechos del fumador.

Cualquier persona que fuma sabe perfectamente que se está matando a sí misma. Desde la primaria uno tiene la abyecta sentencia de que fumar causa miles de padecimientos irreversibles y aún así nos recetan ratas, niños asmáticos y miembros mutilados en las cajetillas infinitamente ignoradas por quienes disfrutamos del vicio o los que fumamos mecánicamente. Esa clase de mojigatería en las cajetillas no existe en muchos países.

Cada 31 de mayo los noticieros se llenan de especialistas neumólogos, oncólogos y psicólogos que enumeran con escrupulosa precisión las causas de la adicción a la nicotina y cuán nocivo es nuestro amigo favorito.

Están además, los sermones de los papás, los maestros y naturalmente, el de los médicos. Sepa usted que todos mis especialistas son fumadores: de ese modo mehe evitado horas y horas de reprimendas innecesarias.

El que no fuma, está en todo su derecho de no aspirar mi humo. Yo tengo el mismo derecho de quedarme adentro a matarme silenciosa y sigilosa en un tibio interior y no fumarme sus recomendaciones. Tengo derecho a que no se me hagacara de fuchi porque no le hice caso a la clase de educación para la salud. ¿No es como hacerle un gesto repulsivo aun individuo de un grupo minoritario?

Finalmente: Tiene derecho a permanecer callado hasta que mi cigarrillo se consuma.




3.Ni los veo, ni los fumo

Con todo y ser una chacuaca de mediana reputación, ando en bicicleta. Si bien es cierto que las subidas se me hacen pesadas y el aire escasea en una larga pedaleada, el cigarrillo no me hace menos ciclista.

¡Hubieran visto la cara del que me vio fumar mientras montaba mi bicicleta! ¿Es que acaso es una contradicción en términos?

***

El que tiene vocación de humo no aspira a ser menos que fumador. Esfumarse a la menor provocación, evaporarse apenas hay una ventisca, instalarse en los pulmones, ofuscar el olfato y dejar un aroma adonde quiera que se vaya.

El gesto del fumador mientras escribe, al momento de reír, a la hora de exasperarse y sobre todo en instantes de suma tensión o inconmensurable placer consiste en llevar a la boca el cigarrillo deseado. Si no hay boca digna besar o palabra que merezca ser pronunciada, el fumador sabe que no hay alternativa plausible que la del tabaco. O la mota. Oel opio. O el aire... A mí me gusta fumar tabaco y aire.

Es el suspiro un sucedáneo del cigarrillo cuando la nostalgia ya es mucha, cuando no hay opción sino una sala de espera o los recursos son tan escasos como abundante es el oxígeno alrededor.



4. Tipos de humo

Existimos, en orden de importancia, los que fumamos por inercia, los que fumamos por necesidad y los que fumamos por placer. El que es buen fumador pertenece a las tres especies en un momento u otro. El que se autodenomina “fumador social” es un pusilánime que no ha aprendido nada del golpe del humo ni de los golpes de la sociedad… por eso mismo es tan insoportable y patético. El fumador pasivo es un resignado, un condenado a la espesura de otros y a la ligereza de sí mismo: o encuentra cierta empatía con el ambiente enrarecido de sustancias, o siente alguna afinidad por los que fuman.

El que fuma es un distraído con ínfulas de atención y fijeza; un ansioso, una víctima del deseo y la insatisfacción. El fumador es aire. Y siempre anhela ser respirado aún a sabiendas de que acabará en ceniza: ardiente e inútil.



***

Me fumo un último cigarrillo. Para un fumador, cada cigarrillo es el último, porque la prohibición está siempre latente y hay en cada pared un símbolo tácito que obliga al deseoso a apaciguar sus ganas.


Gracias por fumarme.