miércoles, 22 de septiembre de 2010

Amar en ayunas: Cien años en la UNAM.

El gastado alegato de quienes dicen que saben es que el desayuno es el alimento más importante del día. ¿En qué consiste el alimento primero que lo hace tan importante? Yo siempre fui a la escuela en las mañanas y no hubo una sola en que haya llegado a la primera clase –todas comenzaron religiosamente a las siete de la mañana- con algo más que unos sorbos de café y un cigarrillo.

La historia de mis ayunos escolares comenzó en 2003, cuando entré a la Escuela Nacional Preparatoria: la número seis, la de Coyoacán. Mi mamá ya no se desgastaba en discusiones de tercos: no habría de desayunar ni sortear mis ascos matutinos aunque el yogurt fuera del sabor más exquisito o el cereal tuviera azúcar.

Y es que sólo con la panza vacía tenía la certeza de estar recibiendo –amén de la cursilería que estoy a punto de pronunciar- el alimento preciso de los siempre hambrientos: la clase de física o la de Lógica en cuarto año; la de Etimologías o Literatura Universal en quinto; la hermosa clase de problemas sociales de México o de Sociología en sexto. Pasado el trance, entonces sí ya me podía empacar un sándwich, unas burritas o cualquier golosina con un café del Jarocho.

Poco importaba la densidad de los caminos para llegar a las clases, ni la espesura de la madrugada postrera que amanecía siempre en el salón de clases, el insomnio impuesto de los estudiantes, o la prisa perpetua que padece el que asiste a la UNAM, ya en su modalidad de bachillerato o en la licenciatura.

Recuerdo con una felicidad casi absoluta todo lo vivido en esa escuela, con todo y su positivismo metódico que ve ciencia a la vuelta de la esquina: empezaba entonces mi carrera como universitaria y nada me entusiasmaba más que alimentarme de ideas por las mañanas en la escuela, embriagar mis sentidos de lecturas incesantes por las tardes y la prisa de terminar la tarea por las noches.

Con todo, nunca fui una buena alumna. Llegado el momento de escoger licenciatura y campus, mis inconsistencias en la preparatoria prolongaron mis caminos de Coyoacán hasta el mismísimo municipio de Netzahualcóyotl: el papel era irrefutable: estudiarás en la FES Aragón y hazle como quieras.

Es este momento del relato y su ubicación en la línea del tiempo son lo que pretenden darle sentido a este post. Si usted cree que hablaré de la grandeza de la Universidad Nacional Autónoma de México sustentado en el preludio cursi que hice sobre mis épocas preparatorianas, mejor deje de leer. Seré merecidamente cruel como lo ha sido mi historia en la época de la licenciatura.

A Aragón también llegaba irremediablemente en ayunas, a correr por los pasillos con torpeza y en ocasiones no llegar a tiempo por que el metro se venía parando u otros accidentados sucesos en el camino.

En Aragón hubo veces en me quedé con hambre, porque al profesor en turno le venía en gana no llegar a la escuela sin siquiera pretextar excusa alguna o porque mi espíritu llegó a prescindir de esos mendrugos de desayuno que me daba en sus salones: comparado con lo que había vivido en la prepa y las portentosas voces que me llenaban el alma, nada podía saciarme, mucho menos los desplantes despóticos de ciertos individuos que ostentan el titulo de universitarios para ocultar su monstruoso traje de mediocridad.

En tercer semestre, sucumbí: confieso que soy una desertora de la Universidad, la misma que hoy todos elogian a cien años de su fundación como la casa de estudios nacional. Me fui, me fui, me fui… dolorosamente huí de los rumbos aragoneses. Si regresé fue porque me fui a otra universidad que me estaba matando de hambre y fustigándome con superficialidades y atenciones gazmoñas. Regresé también a que me lapidaran hasta hoy bajo el yugo de la indiferencia.

No hablo sólo de la larga distancia que tengo que recorrer para llegar a la que hasta hoy ha sido mi escuela, sino el desinterés y el olvido que se vive. Argumentarán las autoridades que los alumnos de las instituciones descentralizadas de Ciudad Universitaria reciben la misma atención, pero mi experiencia dice lo contrario.

Quienes hayan compartido aulas conmigo, particularmente en la carrera de Comunicación y Periodismo no me dejarán mentir: uno pierde cualquier mendrugo de ánimo al llegar a un salón que lleva días sin que una mano perezosa pase de mala gana una escoba para quitar un poco del polvo fino que cubre a las escuelas; cuando un cúmulo de desechos estudiantiles se posa nauseabundo, asqueroso y hediondo en alguna esquina del aula o cuando tienes que deambular por todos los pasillos buscando un baño con agua para ponerle fin a las necesidades, producto final de un vaso gigante de café que tomaste en la mañana para despertar a tu cruel realidad: salones sucios, instalaciones descuidadas y sanitarios sin agua.

Pero tampoco puedo ser ingrata con la FES. En sus pasillos encontré profesores tan sabios como generosos y alumnos tan dedicados como brillantes, menos frecuentes, eso sí, pero refulgentes en el lecho seco de un río que se empeña en fluir pese a la precariedad.

Aquí, con mi hermano Francisco en la escuela, casi al final.

Celebro sí, los cien años de una institución pública con inconsistencias y deficiencias que he vivido desde adentro y que aún hoy tengo que padecer por no haber concluido mis créditos y con toda la legitimidad que me da el ser alumna. Mala alumna, tal vez, pero preocupada después de todo, por mi alma máter.

Enumero los defectos de mi facultad, no con el ánimo punitivo de quien quiere joder a sabiendas de lo recibido, ni tampoco por empañar el esplendor de las fiestas centenarias de mi universidad. Escribo este post porque sé lo que es amar en ayunas a la Universidad Nacional Autónoma de México.

Es amar a la universidad no desde el centro -en C.U.-, pero sí desde muy adentro en Aragón; amar a la universidad aunque su trato en la licenciatura no haya sido más que de indiferencia; amar a la universidad como es y no como la que nunca ha sido. Amar a mi universidad porque me alimenta el espíritu estando en ayunas, aunque calle lo que la raza pregona.




P.S. Este post no concluye aquí, porque hablamos de universalidad. Comenten, deshagan mis argumentos, hagan el favor de comerme viva.