sábado, 31 de octubre de 2009

Literalgia V: De fantasmas y otros espíritus persistentes



A los que murieron sobre ruedas. A los ciclistas fallecidos.





Nunca conocí a nadie como ella. Dejaba entrever en la dolorosa mueca de su risa una profunda tristeza arraigada con los años y la humedad de sus ojos era permanente, como si nunca dejara de llorar. Su piel era de una palidez diáfana y perfecta, donde unas venas azulosas se marcaban como esmalte en un florero de porcelana. Sus manos de pianista y su estatura de modelo contrastaban con el descuido omiso de su cabello de azabache. Con todo, era una mujer hermosa y su desasosiego era el elemento más bello de su semblante.

Para paliar sus ausencias solía excederse con el chocolate y lacerarse el corazón con canciones viejas. Solía escribir epitafios poéticos en las servilletas del café y guardar el riguroso luto de los que no quieren olvidar. Como quien gusta de lo fúnebre, hizo de su corazón el cementerio más próximo a la memoria y volvió la nostalgia su estado de ánimo habitual.

Llegado el día, me invitó a pasar una noche en su casa. Accedí, más que por cortesía, por satisfacer la curiosidad inquieta que me invadió desde que la conocí en la cafetería de mis desdichas y me invitó el expresó que derribó mis nervios.

La atmósfera en su casa estaba perfumada de esa delicia mortuoria del copal. Recordé que era la víspera del día de muertos cuando observé la ofrenda delicadamente acomodada al centro de la sala, ocupando el lugar central de la habitación. Me recibió con la ansiedad inherente a los solitarios y puso en mi mejilla el beso frío de la inquietud más urgente.

Al momento de la cena, me ofreció agua de rosas con un toque de licor y como plato fuerte me sirvió unas enchiladas de jamaica: era su manera de ponerle flores a sus muertos en el camposanto de su alma.

-Te gusta comer flores- dije, intentando no ofenderla
-Es la forma más dulce que tengo de recordarlos
-A tus muertos…
-Sí… a mis muertos. Vivos.

Me despedí en el albor de la borrachera que me brindaron sus rosas. Camino a casa recibí la llamada de un fantasma que estaba igual de ebrio que yo.

***

A esos que no han terminado de irse, porque están tan vivos como las manos que escriben de su ausencia. Nuestros muertos, los que nos dejaron con el permanente nudo en la garganta y las ganas perpetuas de lloriquear. Esos que dejan la estela de sus ojos y el eco de su risa. Más muertos están, porque, aun cuando su corazón sigue latiendo, los hemos enterrado imponiendo la tierra de la distancia. Ellos, que siguen andando pero decidimos llorarles porque no están más ya con nosotros a golpe de desdén y en un descuido del olvido más atroz.

Los otros, los que de verdad partieron a donde no hay más dolores, es más fácil recordarlos, porque dejaron su sombra presente y porque cada que hablamos de ellos, volvemos a darles vida. Porque sólo así les conservamos, hablando de ellos y evocando la dicha de su paso: ellos no se han muerto.

A todos ellos, los que están aunque ya no son y los que son sin estar. Para ustedes nuestras flores y nuestros besos. Porque de fantasmas se van llenando los caminos, y su espíritu sigue colmando nuestros corazones.

Persisten. Dolorosamente persisten.



domingo, 25 de octubre de 2009

La apoteosis de las caídas II: La maldición de la bici en la que aprendí a andar


Esa infame… la malquerida Turbo de Miguel donde aprendí a andar en bici hace ya año y medio me volvió a tumbar en el suelo. Entre ella y yo hay ciertas rencillas irreconciliables que no alcanzo del todo a comprender, puesto que fue en sus pedales donde saboreé la dulzura de la velocidad y por ella soy la ciclista empecinada que soy ahora. Pero también fue ella quien hace un año me tumbó en el Ajusco al más puro estilo presidencial (si quiere usted hacer un poco de memoria pulse aquí y aquí).



La Bici Turbo de Miguel: ¿antipatía?

Todo empezó con mi terquedad más necia de querer pedalear un rato. Hoy no tuve compañía, por lo que me fui andando sola hasta Río Churubusco, donde el Ciclotón me esperaba sin coches de por medio. Me puse mis audífonos y pese a las constantes cuestas que tuve que subir, no paré una sola vez; aunque admito que estuve a medio pelo de expulsar los pulmones por la boca. (Permítanme hacer una pausa para encender mi cigarrillo).

La música escogida al azar por mi IPod estaba de lo más deliciosa y acompasaba los claroscuros variopintos de un día de otoño indefinido que amenazaba con dejarse llover.

Ya en el camino, cierto señor montado en una bici de montaña estuvo a punto de chocar conmigo al cruzárseme de manera impertinente… no pasó de una mueca avergonzada de su parte y el correspondiente torzón de labios darinkiano.


Aquí mi cara de felicidad en Churubusco (y el vecino colado)



Cuando finalmente llegué a Patriotismo, mi boca era poco menos que el Sahara y mis labios eran los pedregales más secos de Arabia. Paré un segundo en el Oxxo para hidratarme y seguí mi camino.

***

El infortunado pronóstico de mi caída estuvo en la música que ignoré conscientemente, porque no hacía juego con el resto de las melodías que había escuchado. Préstele atención al título y dígame si no fue plan con maña de la perversa bicicleta:


Lo que sucedió no pudo haber sido más pueril: el cable de mis audífonos se enredó con uno de mis guantes, al mismo tiempo que caí en una pequeña zanja. El resultado: Darinka cayendo estrepitosamente sobre su lado izquierdo, primero la pierna contra el suelo, ingle chocando con la bici y finalmente pómulo restregándose en el asfalto. ¡Zaz! El IPod se deslizó unos metros adelante, el gatorade lo mismo, unas cosas se salieron de mi bolsillo y la bici quedó con las ruedas viendo al cielo.

Si usted cree que no grité, está equivocado. Lancé un profundo gemido, más que de dolor, de enojo. Al instante pensé “ah, pero qué pendeja soy”.

El primer ciclista que se detuvo resultó ser un truhán de segunda que, al ver mis cosas desperdigadas por la avenida se acercó fingiendo ayuda y con los dedos listos para robar… por eso mismo me levanté en un santiamén y recogí lo que había caído en el descenso: mi IPod, un encendedor y un labial. El pobre ladronzuelo tuvo que conformarse con hurtar mi Gatorade. Acto seguido, un grupo de ciclistas que suelen asistir con regularidad a los paseos dominicales me ofrecieron su ayuda, ésta sí genuina y altruista.

Fue hasta ese momento cuando caí (oh ironía) en cuenta de la magnitud del golpazo, pues aquéllos amables señores se acercaron a preguntarme de forma desinteresada si acaso estaba bien (aunque era obvio que no). Recogieron mi bici y me ayudaron a llegar a la orilla de la avenida. La señora con ojos de almendra y mirada maternal me untó pomada desinflamante en mi pómulo ardiente y me aconsejó irme caminando un rato hasta que se me pasara el susto.

Como ya dije antes, los ángeles andan en bicicleta. En esta ocasión, ellos fueron mis salvadores, si no alados, sí afortunados. Me despidieron los dichosos, con una bendición en los labios y deseándome suerte. Sé que los volveré a ver montados en sus bicis, y en ese momento les expresaré mi infinita gratitud por el cuidado que me tuvieron al verme postrada en el suelo y con la cara inflamada. Gracias, mil gracias.

Era la una con diez minutos cuando me desplomé. En lo que medio me recuperaba me dio la una y media. Supe que ya no podría terminar el circuito, menos por el dolor subiéndome por los muslos y las punzadas intermitentes de mi mejilla. Así que decidí llegar sólo hasta el metro Patriotismo, el mismo que no he vuelto a pisar desde la época aciaga de Nefastófeles (…) Observe usted el trancazo en fresco:


¡No! ¡En la cara no!

Mientras pedaleaba de regreso, la gente volteaba extrañada al escuchar mis gemidos de dolor. Cada pedaleo se me hizo un suplicio, por lo que ignoré las caras de incredulidad molesta de las personas alrededor y me fui lamentando sonoramente.

Seguro usted debe estarse preguntando qué le pasó a la condenada Turbo de Miguel: Nada. Apenas un leve raspón en el asiento y su orgulloso temple de aluminio amarillo y plata sigue intacto. La otra vez sí que salió dañada, pero esta ocasión hasta parece que caí de tal modo que a la bici no le ocurriera nada.

Si usted cree que ahí termina mi tragedia bicicletera, cae usted en un segundo error. Mientras gimoteaba lentamente para llegar al metro, el cielo comenzó a escupirme. Llovió pausado y tupido, de modo que cuando pude al fin guarecerme, ya estaba poco menos que empapada.

Ya en casa, con los sentidos turbados por los medicamentos y los nervios espeluznados por la hazaña, me siento aquí a contarles que mi pierna no tiene un moretón que legitime el dolor que me tiene postrada en esta silla y dopada al punto de la inconsciencia. Pero créanme: caerse de una bici, duele y mucho.

***

Ya fui a hacer las paces con la bici de Miguel. Acordamos que las anécdotas se quedarán sólo en el camino y que evitaremos malentendidos ulteriores si ceso mis intentos de montarla. Vaya pues, es una bici bondadosa y hasta amable, pero no está hecha para la ingenuidad de esta ciclista, necia como ninguna y distraída como ella sola.

Recordamos que el suelo no pierde dureza por más que andemos en él y que las caídas son el signo inequívoco de que el tránsito por nuestra vida es un largo paseo en bicicleta: con caídas y tropiezos; cuestas interminables y bajadas veloces que de tan bellas nos da vértigo.

Es la vida mi mejor paseo en bicicleta, y yo a mis veintidós, sigo aprendiendo. Con todo y las partidas de madre que me llevo en el camino.

***

Mejor me entretengo un rato viendo verdaderas caídas, y no pequeñeces de ciclista dramática como la mía.

martes, 20 de octubre de 2009

Manifiesto



Artículo 22: Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.

Declaración Universal de los Derechos Humanos


Si no creyese cuando menos un poco en la humanidad, no me tomaría la molestia de escribir un texto de magnitudes libertarias. Aunque esta cita sea un texto muerto de la indolencia complaciente de la que ahora nos quejamos.

Cualquiera que esté o no enterado de la situación, sabe bien que las circunstancias son ya intolerables y alcanzan los excesos de una tiranía rapaz disfrazada de democracia y pluralidad. Basta asomar la nariz fuera de nuestro interiorismo y nuestro cómodo desgano para darnos cuenta que la situación imperante es atroz.

Cargamos con un hartazgo cómplice y permisivo. Nuestras protestas siguen siendo laxas y tienden a desinflarse rápido: la dolorosa punzada de la apatía social. Mi México es un país de protestantes que cargan el vano estandarte de una lucha jamás consumada.

Históricamente, generaciones de bienaventurados han levantado sus puños al cielo y levantado la voz en gritos ante el reino de la desigualdad social. Es entonces cuando el convite Bicentenario se vuelve una celebración a nuestra mediocridad…

Lo que hoy está sucediendo en este país rebasa por mucho la frontera de lo abominable.

No es gratuito que un reducido grupo de personajes vengan ahora a imponernos medidas recaudatorias exorbitantes para un pueblo sumido en su propio desdén social. Ellos están donde están porque se valieron del mismo sistema del que nosotros dependemos sin saber por qué, el mismo que insultamos cada que se nos vacían los bolsillos o se nos excluye de las decisiones inherentes a nuestra sociedad.

Hoy puedo dirigirme al anónimo lector de este blog porque soy de esas “afortunadas” que cuentan con una conexión a internet. Hay quien ha dicho que es el acabose de nuestro siglo y que fomenta la ociosidad del colectivo, entre otros vicios de sus detractores. Hay quien dice que por este medio se puede obtener sabiduría y aprendizaje. Pero ellos dicen que es un lujo…

Efectivamente, somos una espeluznante minoría quienes podemos acceder a internet. Pero ello no significa que sea la opulencia quien hace mejor uso de la red: el peso de nuestra minoría es aplastante en la medida que la libertad se ha trasladó a un mundo virtual. Ante la espléndida ferocidad de los medios convencionales, los que no nos conformamos tuvimos que mudarnos a un estrecho cable, donde hasta hoy las ideas fluyeron con más o menos dificultad.

Somos nosotros, los blogueros y twitteros, los que nos despedimos para siempre del papel, no por convicción ecologista o afán ambientalista, sino porque leemos el periódico on-line a falta de diez pesos para el diario impreso y nos hacemos de libros en pdf ante el encarecimiento ruin de la industria editorial.

Nosotros, los que messengereamos y tagueamos fotos en Facebook por guardar un contacto con las personas que de otro modo olvidaríamos irremediablemente. Nosotros, los que coleccionamos nuestras fotos en un archivo en el aire porque ya no alcanza para guardarlos en álbumes. Nosotros, los que bajamos música a sabiendas que es un hurto… porque debemos elegir entre vestirnos o embelesar nuestros oídos de melodías.

Somos nosotros, esa “lujosa minoría”, los que aprendimos a gastar menos gracias al internet y sus bondades gratuitas.
Por eso hoy les escribo a ustedes, a los que tienen el hábito de leer mis irrealidades que quizá nunca puedan llegar a las librerías y a los que nunca pusieron sus ojos en este blog.

Porque no es justo que encarezcan nuestra ventana más accesible a un mundo que nos ha sido vedado por esa otra minoría: la más feroz y la más cruel… la de los políticos ricos que no saben vivir sin su Blackberry y su laptop para chatear en las sesiones.

Por eso hoy escribo, pero mañana quizá tome acciones más radicales y contundentes. Si hoy guardamos silencio y nos tragamos la idea de que todo se hace a favor de los que menos tienen, los días que vienen en verdad habremos de ser anónimos porque no habrá espacio para nosotros.

Por eso hoy escribo y sólo escribo. Porque es el único modo sensato que tengo de expresar mi furia.


domingo, 11 de octubre de 2009

Silencio...

Silencio.

Los noticieros dijeron que este día habrá de pasar a la historia. El Diario Oficial de la Federación publicó el decreto en que liquida la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. Hace un par de horas la transmisión de Milenio Televisión mostró la ocupación de sus instalaciones por parte de la Policía Federal.

Silencio.

Seguro mi pueblo, infelizmente azorado por injusticias, sólo puede aguantar cien años de maltratos.

Avizoro un 2010 sacudido por revueltas sociales.

Habré de ver con mis propios ojos cómo todo se evapora y consume bajo el fuego de una nueva revolución… es el estigma histórico de mi México.

Silencio.

Avenida Insurgentes en cierto tramo cercano a mi Paseo de la Reforma, ha sido tomada por el Sindicato Mexicano de Electricistas.

Silencio.

Mañana pasaré por ese lugar en mi bicicleta… ¿Será que un balazo perdido se me clavará en el corazón? ¿Será que no podré pedalear más allá de mañana y que nunca podré acabar mi tesis de bicis?

Silencio.

No hay peor forma de describir el exterior que haciéndolo tuyo, extrapolándolo a tu sentir, trasladándolo a tu corazón…

¿Cómo me despojo de la cruel estampa de mi país? ¿Cómo me dedico a retratar sentimientos si impera la desdicha social? ¿Hay manera de trazar una línea hacia el bienestar sin sacrificar los hechos que nos trajeron hasta acá? ¿Cuándo comenzará la hemorragia?

Silencio.

Nos hemos convertido en una sociedad silenciosa y sin mucho qué decir, porque los gritos de desasosiego son tan quedos que ni un perro alcanza a oírlos. El olor ácido de la pobreza y la miseria aún no llega al olfato colectivo. El gusto amargo del desasosiego no llega a las papilas de la sociedad. Cuando eso suceda y el ruido por fin se escuche, el hedor se haga insoportable y el sabor nos haga vomitar, entonces se hará la revolución. Eso, casi lo sé, será el próximo año… octubre o septiembre son los meses preferidos por la historia para derramar las armas.

Silencio.

Yo me largo, y no por cobardía. Pelear por ellos es degradante, es una sinrazón de la locura, un exceso de la desmesura. No tiene caso pelear por quienes odian.

Silencio.

Hago mutis. El idealismo ha muerto...