martes, 21 de noviembre de 2017

Corrí un Gran Fondo de 100 km en una bicicleta plegable

Lo hice, aunque los compañeros ciclistas me veían con una expresión entre asombro, espanto, burla y respeto. Pero voy a empezar desde el inicio, es decir, en el big-bang de esta historia de equilibrios y necedades.


Darinka Rodríguez y su medalla del Gran Fondo MX 2017
Nótese que el casco ya está en el suelo


Yo no supe andar en bicicleta hasta que no cumplí 21 años y fue eso lo que me hizo la apasionada que soy de movilidad y de bicis: fue mi primera terquedad, aprender a destiempo. Tengo libros sobre ciclismo urbano y profesional, además de ser la feliz propietaria de tres biclas que me han llevado a lugares donde el pensamiento vuela y otros donde no hay caminos amables para andar.


Me volví una apasionada de un instrumento tan bello como poético, y hoy en día soy lo suficientemente afortunada como para ir a mi trabajo todos los días en alguna de mis dos bicis, ambas me fueron obsequiadas en su momento por la persona que más me quería y hace un par de años perdí mi bicicleta de montaña, la única que yo me compré.


Tener una bici de características idóneas para un suave rodar no es nada barato, así que me he mantenido muy cómoda con mis dos aparatitos. Actualmente poseo un armatoste vintage que pesa como 13 kilos y donde es difícil andar cuesta arriba. La bici plegable modelo Napoles siempre resulta mucho más ligera para cualquier camino y es la que casi siempre escojo para trayectos largos.


Aquí rodando en mi bici vintage en febrero de 2011

Esta es mi bici plegable lista para el Gran Fondo 2017

Este año me inscribí al Gran Fondo que organiza Ciclismo para Todos a sabiendas de que no tengo un vehículo adecuado para andar los 100 kilómetros de la categoría en la que me anoté. Incluso pensaba en rodar los 120 km, pero se me hizo una barbaridad con la chiqui-bici, mientras que 60 km me los ando cualquier domingo en el ciclotón de la ciudad (no es por presumir, por cierto).


Cien kilómetros era la distancia que necesitaba para desafiarme a mí misma. Pensar en llegar en los tres primeros lugares era un disparate y ya ni hablemos de figurar en el Top 10. Lo único que quería era andar ese largo largo trayecto en mi bici plegable. El año pasado el trayecto se me hizo corto: Miguel me había prestado su preciosa y ligerísima Fixed, pero se nos hizo fácil y nos cerraron la vialidad antes de tiempo, por lo que apenas anduvimos unos 80 kilómetros.


Este año no pedí ninguna bicicleta prestada. Así que éramos mi plegable y yo para enfrentar esos 100 kilómetros.

¿No se notan las ojeras, verdad?


En punto de las seis de la mañana ya me encontraba en la línea de salida de la categoría de 100K. No estaba en la vanguardia, desde luego, porque habría sido una osadía, pero me podían ver haciendo mis estiramientos y tratando de calentar lo que más pude aunque los 8 grados centígrados de temperatura ambiente a esa hora lo hacían difícil.


Uno de los participantes me cuestionó: “¿Esa es la bici que vas a usar?” Pues sí, me pareció obvio decirle que sí, era ESA la bici que iba a usar. Luego me preguntó si ya había hecho un Gran Fondo anteriormente, respuesta que ya conocen. Me deseó suerte como otra decena de ciclistas a lo largo del camino.
Nótese la diferencia de bicicleta
Pasadas las seis y media de la mañana, organizadores y miembros del gobierno de la CDMX dieron el banderazo de salida. Primero salieron los que recorrerían los 120 kilómetros y luego mi grupo. Salí con el corazón dándome tumbos de la emoción. Los primeros 5 kilómetros fueron los más sencillos y del kilómetro 15 al 20 me vino en síndrome de ciclista fumador, con mocos y tos por todos lados.

Del kilómetro 20 al 50 fueron pura incertidumbre. Cuando tienes un camino tan largo por recorrer y no llevas compañía, no hay otro remedio que la meditación: por qué estoy haciendo esto, qué es lo que quiero demostrar metiéndome en esta carrera, en qué estaba pensando cuando me inscribí aunque no tengo una bicicleta para correr esas distancias y otras miles de funestas sentencias.


Los pensamientos se hacían cada vez más agudos en la medida que otros ciclistas venían a hacer comentarios de mi Napoles plegable: “mis respetos”, “qué valor”, “wow, con esa bici”, decían algunos. Cuando llegamos a la altura del camino previo a subirnos al segundo piso del Periférico me tomé mi primer descanso en el punto de hidratación.


Fueron apenas unos tres minutos para tomar líquidos, un poco de fruta y contemplar a todos los participantes tan bien armados con sus bicicletas, sus trajes de ciclista, sus barras energéticas y bebidas hechas para deportistas. Y yo me veía a mí misma tan ridícula: con mis licras de tianguis y mis tenis normales que me habían regalado. Lo único decente que traía puesto era el casco y ni eso, que yo uso un casco más bien urbano y no uno de esos aerodinámicos que usa la banda profesional.


No quise perder tiempo y seguí adelante. Naturalmente las subidas fueron lo más pesado de ese día. Incorporarse al segundo piso del periférico fue un triunfo en sí y el trayecto que va de Mundo E a Plaza Satélite tiene una infame inclinación que quita el aliento y te hace ir cada vez más lento. Hasta entonces había rodado a una velocidad promedio de 24 kilómetros por hora, según Strava.


Del kilómetro 50 al 70 todo fue obstinación, porque las miradas de otros ciclistas iban del asombro a la conmiseración. Los tramos empinados empezaron a bajar mi velocidad, pero mi pensamiento entonces era un impulsivo coraje que me obligaba a andar a pesar de que las piernas me respondían cada vez menos. Lo de la respiración ya había quedado superado mucho muy atrás, pero no la capacidad de mis piernas, que estaba en juego. Ya sólo me hacía falta que un calambre le fuera a dar al traste a la competencia.


Después del kilómetro 70 pensé en mí como una sobreviviente. Unos kilómetros antes, un ciclista con una bicicleta envidiable me había obsequiado un chocolate diciéndome que me ayudaría más adelante. Cuánta razón tuvo: por ahí del kilómetro 68, ya estando en el tramo cercano al sur de Periférico, me comí la barrita que me dio un impulso adicional para el resto de la carrera.


Aquí ya estoy a la altura de San Jerónimo
Después de apurar el chocolate y mientras luchaba por seguir cuesta arriba, una chica (con otra impresionante bici de ruta), me preguntó dónde estaba la meta del grupo de 60 kilómetros. La habíamos dejado atrás hace unos 8 kilómetros, así que le recomendé que de una vez se echara la ruta de los 100, que yo la veía tan campante y capaz. Con toda ligereza siguió hacia adelante y no la volví a ver. Cómo envidié su preciosa bici blanca con detalles en rosa fluorescente.


Después del kilómetro 85 tenía las piernas tan tensas como la situación política en Estados Unidos, pero estaba muy animada por haber llegado tan lejos: con seguridad sabía que había superado mi marca de la vez pasada con una bicicleta con una capacidad infinitamente menor que la anterior.


Dimos vuelta en Viaducto Tlalpan para recorrer los últimos 15 kilómetros. Entonces ya me puse un poco más contenta y de vez en cuando soltaba el manubrio para empujar mis piernas con los brazos, que nunca antes había sentido los muslos tan pesados al andar en bicicleta y sobre todo, después de tantas cuestas arriba.


Al regreso sobre Calzada de Tlalpan, todo estaba lleno de policías cuidando que ningún malhumorado automovilista se fuera a cruzar al lado de los conos azules que colocan siempre que hay uno de estos eventos. Ya con alegría saludaba a cuanto policía me veía y cantaba un poco de lo que escuchaba en mis audífonos.


Entonces pasó algo que no esperaba: uno de los organizadores del Gran Fondo pasó en su motocicleta y me advirtió que un kilómetro y medio atrás estaba ya una patrulla indicando que se abriría la vialidad. Y aunque traté de apurarme lo más que pude, las piernas ya no me daban para más.


Minutos más tarde, ya tenía a la patrulla justo detrás mío, a escasos cuatro kilómetros de la meta. ¡Cuatro kilómetros y yo ya tenía a la barredora de la poli encima! Como pude, saqué de mis piernas y de mi corazón el último mendrugo de energía que me quedaba.


Ese último tramo no dejé de gritar un segundo: los automovilistas atorados en Tlalpan me lanzaban miradas socarronas mientras otros me echaban porras: “tú puedes”, “¡vamos!”, al tiempo en que los policías no dejaban de vociferar que la vialidad iba a ser recuperada. Yo no dejé de echar esa clase de aullido que se emite cuando uno no puede más, pero saca fuerzas de flaqueza.


A unos metros de arribar a la Plaza Tlaxcoaque, un paso a desnivel me separaba de mi victoria. Un paso que implicaba una bonita cuesta abajo y una subida en curva que marcaría el final de la agonía de mis piernas, pero el inicio de mis laureles. Cuando por fin atravesé la meta, estaba Mario esperándome con un platanito en la mano y un beso en los labios.


De acuerdo con los tiempos oficiales, fui la última de las mujeres inscritas en la categoría de 100 kilómetros en llegar, y después de mí, nadie más llegó a la meta. ¡Último lugar para mí! ¡Por fin he sido la que más algo!


Fui por mi medalla, me comí otros cuantos plátanos, me bebí toda el agua que pude y me descubrí siendo la más feliz de haber llegado a la meta. Estuve a nada de tirarme en medio de la plaza para sobarme las piernas, pero en vez de eso posé para la foto y me puse a subir mi logro a redes sociales.


Estando en esa situación, recordé a los corredores que mintieron en sus resultados en el Maratón de la Ciudad de México de este año; los que se subieron al metro o simplemente desaparecieron del mapa y después posaron para la foto. Entiendo que uno busca reconocimiento, que se le aplauda el mérito de recorrer tantos kilómetros usando la propia fuerza, pero para eso también existen las carreras de 10 kilómetros o los medios maratones.


Les comparto los datos de mi aplicación y también lo que está disponible en la página de Márcate con los resultados oficiales bajo el nombre de Darinka Rodríguez Pacheco o el número de corredor 581. Nada de trampas, ni aunque haya andado en una bici pequeña. 100.3 kilómetros a 19.4 kilómetros por hora en 5:10:03, ni más ni menos.


Andar en bici es encontrar el equilibrio y escuchar la voz interior, por eso es prácticamente imposible mentir al respecto. Andar en bici es el desafío de abrirse camino y encontrarse a uno mismo. Por eso amo andar en bici.